CINCO
Ondina
Pasado
La luz del sol se había escondido detrás de la montaña y el cielo estaba teñido con un azul oscuro que se asomaba por el ventanal de la biblioteca. A pesar de la oscuridad que caía, el lugar se mantenía cálido por el calor de las lámparas que abrigaban a los muebles y libros.
En el último pasillo de la biblioteca, en aquel rincón olvidado al que pocos se aventuraban, donde si uno no prestaba atención a la hora de cierre, podía quedarse atrapado por una noche eterna, se encontraban Christopher y la misteriosa mujer de gorrito carmesí.
El lugar era estrecho, sin salida al otro extremo, y apenas contaba con un sofá, una lámpara que se apoyaba en la pared, y una ventana por la que se colaba la lluvia, refrescando el ambiente.
Sentados en el suelo, apoyados en el librero, la mujer abrió el cuaderno y leyó en voz alta el párrafo que Christopher había escrito el día anterior.
—A punto de mi ejecución y en medio del mar, ahí comienza mi viaje por el cosmos...
Presente
Christopher acomoda las ramas con las que se cubre y, al calor del sol, continúa leyendo:
—...más allá de la lógica, más allá del tiempo.
Pasado
Christopher le extendió un bolígrafo, ella lo recibió y, después de una pequeña pausa, escribió:
—Mientras yo luchaba sin descanso contra el mar, hasta que las profundidades se volvieron superficie...
Siglo XIX
Avanzaba la tarde en la Ciudad del Sol de 1870. Christopher corría entre la lluvia a todo furor, adentrándose por la playa hacia el mar. Las gotas chocaban contra su rostro y empapaban su ropa de cotona y casimir, mientras los botines se llenaban de grumos de arena mojada. A su espalda, unos gritos ininteligibles le ordenaban detenerse, él no obedeció, y continuó ingresando en el mar a grandes pasos. El agua pronto le llegó a la cintura, entonces volteó para registrar el movimiento de sus perseguidores.
En la arena llegaron apresurados tres hombres de infantería cívica, dos eran cabos y uno sargento. Los cabos formaron una línea y apuntaron las carabinas.
—¡Fuego! —ordenó el Sargento.
Estallaron las armas como un trueno. Christopher se sumergió en el agua justo a tiempo, evitando las balas que pasaron zumbando sobre su cabeza y penetraron el mar como fugaces torpedos. Emergió, y empezó a bracear esforzado contra el bravo oleaje.
Quería ver lo que escondía del otro lado..., continuaba ella en el cuaderno.
Una ola subió más de lo esperado y golpeó a Christopher cubriéndole la visión.
...Explorar.
Trataba de recuperar la posición de nado en medio del caos que lo envolvía, pero la corriente era indomable y no lo dejaba alcanzar la superficie. Pronto necesitó respirar. El instinto de supervivencia se apoderó de él y le dominó la desesperación. Comenzó a tragar grandes bocados de agua, luchando por mantenerse a flote.
De repente, el mar le concedió un segundo de tregua y logró flotar para atrapar un bocado de aire. Pero antes de que pudiera hacer algo más, una ola traicionera y silenciosa lo envolvió con fuerza, tragándoselo hacia abajo.
Mientras tanto, los cabos disparaban y recargaban sus armas a órdenes de su superior, el sargento Francisco, un hombre de bigote y perilla sin unir. Observando con mirada firme y severa, esperaba que el destino del fugitivo fuera la muerte o una herida grave si emergía del agua. Después de un tiempo, levantó una mano y ordenó que cesara el fuego. Esperó pacientemente a que el cuerpo sin vida surgiera a la superficie, mientras ignoraba la lluvia que le pegaba en la cara.
Bajo el agua, Christopher observaba la superficie marina con desesperación. Las olas creaban orbes que colisionaban envueltos de un burbujeo efervescente mientras la fuerza de choque lo mantenía sumergido. A pesar de forcejear y luchar, se quedó sin fuerzas y su cuerpo se dejó llevar por la corriente.
El sargento Francisco decidió que había esperado lo suficiente, ningún hombre soportaría tanto bajo el agua, y ordenó a los cabos que se retiraran. Los hombres montaron sus caballos y cabalgaron a toda velocidad, en busca de un lugar para escampar. El sargento lanzó una última mirada al mar antes de montar el suyo y galopar lejos.
Mientras tanto, Christopher se hundía en el mar como una espada que caía de punta. Aún estaba consciente y tenía los ojos abiertos, pero solo le quedó energía para cerrarlos entregándose al destino de las profundidades.
De pronto, alcanzó a escuchar una melodía débil que pensó provenía del más allá. Era como un canto divino que resonaba en cada partícula de su ser. ¿Sería el abrazo del mar hacia la siguiente vida? Reconoció una voz femenina, sería una ondina o tal vez un ángel.
Hizo un esfuerzo y entre abrió los ojos. Su vista desenfocada distinguía los rayos del sol que penetraban el agua con un degradado gris-negro. Movió los ojos buscando la fuente sonora, que parecía provenir de todas partes.
Decidió tomar una dirección al azar y quiso hacer un movimiento, entonces el mar lo impulsó. Una corriente le dio un empujón que le facilitó un débil y lento buceo. Las aguas le proporcionaron velocidad, formando un torrente que comenzó a llevarlo hacia la superficie.
El plateado oleaje lo arrastró hasta la arena. Rodó y se quedó apoyado sobre su espalda. Los pulmones sintieron el aire y comenzaron a estremecerse. El agua le brotó por la boca. Su cuerpo se sacudió en convulsiones, expulsando todo el líquido que había tragado. Tosió y resolló de rodillas hasta recuperar la respiración. La vista, que tenía salpicada de pequeños puntos negros, se iba recuperando, al igual que el ritmo natural de sus latidos cardíacos.
Entonces pudo observar que se encontraba en una pequeña orilla de arena, rodeado de peñas separadas a corta distancia. La marea comenzó a subir, y Christopher retrocedió hasta que su espalda chocó contra una roca mediana. Agarrándose de salientes, grietas y hendiduras, empezó a escalar, con las aguas del mar tocándole los talones.
Llegó a la cima y rodó sobre la superficie antes de que otra ola golpeara el borde con furia. Se arrimó detrás de una piedra, de espaldas al mar, y tomó un respiro mientras sentía la fatiga de todo su esfuerzo. Dejó resbalar su espalda hasta quedar sentado. Observó hacia el continente que se extendía por ambos lados y se tranquilizó al verse cerca de la costa.
Mientras recuperaba energía, algo en el oscuro y pequeño peñasco de enfrente llamó su atención. ¿Era un brazo? Se movió buscando un mejor ángulo de visión, pero la roca que lo tapaba era gruesa y alta. Se levantó y caminó hasta el borde para ver mejor. Pensaba que podía tratarse de alguien que, como él, llegó gracias al mar y necesitaba ayuda. Cuando logró un mejor ángulo, identificó que, en efecto, se trataba de un brazo. La piel era delicada y estaba abatida sobre la áspera superficie.
Christopher se precipitó con precaución por el borde del peñasco, desafiando las olas que lo azotaban sin piedad. Encontró una posición más firme y aseguró su agarre. Entonces, aquel brazo lo condujo a una figura delicada y frágil, cuyo cabello largo y sedoso ondeaba al compás de las mareas. Era una mujer, inconsciente y a merced de la furia del mar.
Sin dudarlo, Christopher se lanzó al agua y empezó a nadar hacia ella. A pesar de que las olas lo arrastraban en todas direcciones, en ocasiones pareciendo que no llegaría a tiempo, el impulso que lo movía era irrefrenable.
Por fin alcanzó la roca continua, y de un vertiginoso impulso, trepó hasta la cima, donde la vio de nuevo. Allí estaba ella, temblando en el borde, a punto de caer en las entrañas del mar.
Una ola voraz cobijó a la mujer y la arrastró para tragársela, pero en ese instante, Christopher llegó y la atrapó por el brazo. Se aferró a ella con todas sus energías mientras la marea seguía empujándolos hacia el filo de la pendiente. El sonido ensordecedor de las olas chocando contra las rocas se amalgamaba con el estruendo del cielo y la respiración entrecortada de Christopher, al mismo tiempo que el viento soplaba furioso y las olas se revolvían enloquecidas. Él no iba a permitir que ella se perdiera en el mar.
Hizo otro esfuerzo y la acercó a sí, pero se formó frente a él una ola gigantesca, de intenciones asesinas, que no dudaría en dividirlos. Entonces, con una fuerza que no sabía que tenía, se aferró a la mujer y a la roca, y se preparó para el impacto. La ola los golpeó con toda su violencia, cubriéndolos por completo, con tal dureza que la embestida se sintió como cientos de metales lacerándolos.
La ola perdió su fuerza y retrocedió, dejando a Christopher y la mujer exhaustos sobre la roca. Él todavía estaba aferrado a ella mientras su cuerpo temblaba de la tensión y el esfuerzo.
Con delicadeza, Christopher la tomó en sus brazos y la llevó fuera de peligro, acomodándola boca arriba sobre un espacio seguro del peñasco.
Se arrodilló a su lado y le revisó los signos vitales. Por fortuna, todo parecía estar bien, aunque el cuerpo desnudo de la mujer estaba cubierto de magulladuras. Fue entonces cuando notó algo extraño, algo que lo dejó abismado: la fascinante figura de aquella mujer, después de sus encantadoras caderas, no tenía piernas, sino... ¡cola marina!
Capítulo Seis
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