SEGUNDA PARTE
SEIS
Metamorfosis
Pasado
Christopher emergió del océano en una tarde pálida, llevando en brazos a la extraña criatura. La lluvia caía inocente sobre las gentiles olas, mientras su cansancio se hacía evidente en cada paso que daba. La llevó hasta una ribera y la acostó sobre una zona de arena un poco áspera. Se quitó la chaqueta y la usó para cubrirle el torso.
La Sirena tenía una anatomía única, con huesos en las caderas que parecían similares a los de un humano. Su cola tenía una textura reluciente, con colores que se transformaban dependiendo del ángulo de observación. Iban desde el celeste, pasaban por el cian, el cerúleo, y en los bordes llegaban a intensos azules. Todavía lo tenía absorto.
Colocó su mano en lo que presumió era un muslo y no sintió escamas. Era un músculo firme con un tacto suave. Pero a medida que sus ojos examinaban su cuerpo, notó que algo extraño estaba sucediendo. La cola perdió rigidez y se convirtió en una capa delgada y flexible que comenzó a latir como un corazón. Gradualmente comenzó a transparentarse, revelando una anatomía interior que parecía desafiar toda explicación. Cartílagos y fibras musculares comenzaron a aparecer mientras las escamas se desprendían.
Por un momento, consideró devolverla al mar, pero sabía que ya era demasiado tarde. Estaba muy cansado y la Sirena muy herida. Una fisura dividió la cola verticalmente en dos, y dos extremidades comenzaron a formarse naturalmente. Christopher podía ver cómo los huesos, venas y arterias se reorganizaban dentro de ellas, mientras los músculos se regeneraban gradualmente.
Lo que antes había sido una cola, se había disipado en un líquido viscoso que perdió espesor y fue absorbido por la arena, como el agua. Las protopiernas latieron mientras las conexiones internas completaban su formación. Luego, los nervios comenzaron a causar pequeños temblores reflejos, vibrando aleatoriamente los dedos de los pies, los músculos de los muslos y las pantorrillas, como si estuvieran probando sus conexiones.
Finalmente, observó que la piel comenzó a recuperar su solidez y cubrió lentamente la anatomía interna. Todo lo que antes era una cola marina había sufrido una metamorfosis biológica, y ahora había dos piernas de exquisita seducción y elegancia, que terminaban en dos pies de perfección envidiable. La Sirena exudaba una seductora ternura, y su belleza y gracia eran irresistibles. Aunque Christopher sabía que lo mejor para ella sería volver al mar, no podía evitar sentirse cautivado por su seducción y elegancia tan única.
Christopher tomó prestado un caballo que encontró atado bajo un balcón y se dirigió hacia la zona rocosa. Con cuidado, subió a la Sirena sobre el animal y la cubrió con una manta, logrando evitar que pareciera un cuerpo, y la trasladó lo más rápido posible. Debía ser precavido, ya que no solo lo buscaba la infantería cívica, sino que también llevaba consigo un animal ajeno y una mujer inconsciente.
Dio la vuelta en una esquina y al vuelo arrebató el sombrero de un hombre que por ahí pasaba. El hombre lo persiguió a trote gritando que siguieran al jinete de torso desnudo. Christopher se detuvo un momento y, aún montado en el caballo, se dirigió al hombre con una sonrisa forzada.
—Disculpe, amigo, pero necesito este sombrero. Es una emergencia —le dijo intentando sonar convincente.
—¡Devuélveme mi sombrero, ladrón! —gritó el hombre, furioso.
Christopher se alejó sin más, sabiendo que no podía permitirse ser capturado. El hombre volvió a perseguirlo a gritos hasta que se cansó de correr, y nadie pudo llegar al caballo. Era otro préstamo, también necesario, porque de seguro alguna escuadra de patrullaje podría reconocerlo cuando pasara por el centro de la ciudad.
Mientras atravesaban la calle aledaña a la Capilla de Nuestra Señora de La Merced, un trío de cabos caminaba bajo los soportales, riendo y contando chismes. Christopher bajó el borde del sombrero de paja toquilla y siguió adelante, cubriéndose la cara con la sombra para evitar ser reconocido.
Una vez superados los oficiales, Christopher suspiró aliviado y pudo ganar un poco de velocidad, aunque no podía echar a galope porque no quería estropear a la delicada Sirena. Sentía la adrenalina correr por sus venas mientras se alejaba del peligro.
Por fortuna, o por mundana coincidencia, cuando llegaron a la pensión de dos pisos donde alquilaba una habitación, el ingreso estaba despoblado. Christopher alzó las riendas frente a la entrada y desmontó. Abrió la puerta y, con cuidado, cargó en brazos a la Sirena y entró apresurado.
*
A la luz de las velas descansaba la Sirena en toda su belleza.
Christopher apartó los libros del escritorio con su brazo y, con cuidado, colocó un frasco de alcohol, gasas y algodón. Vertió el líquido en una y se sentó cerca de la cama para empezar a curarla.
Mientras desataba la cotona, las marcas de raspaduras y golpes en la piel de la Sirena se revelaron por todo su torso.
Con delicadeza, Christopher hizo un ovillo de algodón y lo posó suavemente sobre una contusión del ombligo, la piel se estremeció ante su contacto. Luego limpió el moretón de la costilla y desinfectó las magulladuras de los senos. Pasó otro ovillo de algodón por el pómulo golpeado y los labios ensangrentados, retirando la arena que se había adherido a sus llagas.
Eras un enigma, una red de hilos sin fin, cuya respuesta siempre permaneció oculta en el más lejano...
Cuando terminó de curarla, la secó con una toalla blanca y la cubrió con la sábana para que descansara en paz.
...y se fue contigo sin dejar rastro de lo que contenía.
Presente
Christopher cierra su cuaderno y levanta la mirada al cielo. La oscuridad comienza a caer. Se pone en pie, revisa su ropa y confirma que esté seca. Se viste y amarra una camiseta alrededor del cuello para sostener su brazo herido. Después, guarda sus pertenencias en la mochila y la cuelga sobre su hombro.
Avanza por la extensa planicie, sin saber exactamente dónde está ni adónde va.
Tuve que investigar cada hilo que dejaste suelto para intentar encontrar una respuesta al retejerlo todo. Tal vez no era el único que tenía hilos tuyos, pero pensé que yo sería capaz de descifrarte.
Con el cuaderno en la mano, camina durante horas hasta que la oscuridad comienza a reducir su visión. Al examinar el horizonte, solo encuentra una fila de montañas de tierra desértica. Las corrientes de aire empiezan a ganar potencia. Levantan su cabello y embisten contra su ropa agitándolas como frenéticas banderas.
Cada vez que más me acercaba, más me enredabas.
Guarda el cuaderno en su chaqueta, en el bolsillo que queda cerca del corazón. Se abraza el pecho y avanza luchando contra el viento.
Me gustaría haber sido yo el que logró sanar tu vestir harapiento. ¡Cielos! En verdad que me gustaría decírtelo, Sirenita.
Christopher se convierte en tan solo un punto humano que avanza por la enorme planicie.
Limbo
Christopher continúa flotando en medio del eterno calabozo. Abre los ojos y observa las paredes que se proyectan hacia la infinita luz. Ya no encuentra espejos a su alrededor, pero en sus heridas descubre que los trozos están incrustados por todo su cuerpo, cubriéndolo como si fuera una armadura resplandeciente.
Desde el infinito se dispara un hilo de luz que cae como un láser, y se topa contra el suelo de concreto, quedándose inmóvil. Parece esperar algo.
Christopher siente curiosidad, hace un ligero esfuerzo y se acerca con un giro sin gravedad. Cada estímulo muscular le causa una cadena de dolores que le obligan a soportar una serie de imágenes inducidas acerca de nubes moviéndose como espuma en tristes planicies y montes rudos y sombríos. Se desplaza como un alienígena extraviado que vaga perdido fuera del cosmos, encapsulado en su traje inflexible de astronauta.
Llega hasta la delgada cuerda refulgente y la examina. Al apreciar su luz, un destello lo empuja hacia memorias de ásperas vertientes, valles neblinosos y corrientes de ropa. Envuelto en el intrincado trance, Christopher coge con sus dedos escarchados un trozo grande de espejo incrustado en su pecho, lo desprende con fuerza y lanza un rugido mudo. El dolor lo expulsa del delirio, pero el hilo luminoso sigue presente, demandando lo que tiene en la mano.
Christopher acerca el pedazo ensangrentado, que resulta atraído por un extraño magnetismo. La pieza vuela colocándose bajo la línea de luz y comienza a girar sobre su propio eje, agarrando velocidad. Las caras reflejan líneas luminosas por todo el espacio. En unos instantes, el objeto gana tal revolución que se contrae sobre sí mismo doblando el aire a su alrededor y absorbe el hilo de luz con un destello.
Christopher recoge de nuevo la pieza y se observa en ella, pero lo que refleja no corresponde con su rostro.
Otro hilo de luz se dispara desde el interminable cielo.
Christopher se desplaza de nuevo, se extirpa otra pieza y la deja sobre la línea luminosa. Esta comienza a girar ganando velocidad hasta que absorbe la luz. Christopher recoge la pieza y la junta con la anterior.
Los filos agrietados de ambas calzan a la perfección, como piezas de un rompecabezas. Se fusionan en un único pedazo. Christopher acerca el ojo para verse en el reflejo, pero ve el ojo de ella. Sus pupilas se juntan magnéticamente y una fuerza irresistible lo succiona, sumergiéndolo en el abismo de imágenes del pasado.
Pasado
La mujer de gorrito carmesí esperaba a Christopher mientras contemplaba el paisaje por el ventanal de la biblioteca. Era la hora habitual; el cielo desprendía su magia azul oscura mientras las luminarias de la plaza exterior comenzaban a bañar el ambiente con un calor ocre.
Entonces, escuchó la puerta de la biblioteca abrirse. Sabía que era él. Se dio vuelta y allí estaba, Christopher. Contuvo los nervios mientras él se acercaba para dejar sus datos en la recepción. Cuando levantó la mirada, se reconocieron a pesar de la distancia. Ella llevaba puestos unos ajustados jeans, zapatos ballerinas decorados con flores y un top anaranjado que dejaba al descubierto su ombligo y sus curvas.
Se acomodaron en el último pasillo. Ella se sentó en el sofá solitario, mientras que Christopher se instaló en el reborde de la ventana, quedando a la misma altura.
—Es tu turno —dijo ella, ofreciéndole un bolígrafo de su cartera bandolera.
Christopher leyó los últimos párrafos y posó la punta sobre el papel, pero su mente estaba en blanco. Era algo que le sucedía a veces después de escribir algunas páginas, pero nunca le había ocurrido tan temprano en un relato. Se quedó pensando un momento y se rindió.
—No sé qué poner —admitió.
La mujer sonrió con dulzura y le preguntó:
—Ayer me dejaste pensando, ¿por qué lo condenaban a muerte?
Los ojos de Christopher se encontraron con los de ella, y en sus pupilas descubrió la respuesta.
Mientras afuera el cielo se volvía cada vez más oscuro y las luminarias parecían más intensas de lo normal, Christopher comenzó a escribir, alimentado por la presencia de la mujer de gorrito carmesí que estaba a su lado.
En medio del silencio de la biblioteca quería plasmarla en el papel, para que nunca se le olvidara cómo era su presencia, para que su ser nunca se desvaneciera de su mente, y también para desvestir y sanar el enigma que cubría su corazón y la profundidad de su alma, algo que sabía, solo sería capaz de lograr mientras ella permanecía a su lado.
Clic aquí para comprar La Sirena y el Poeta
Comments ()