Hubo un tiempo en que mi vida parecía un viaje sin rumbo claro. Caminé por senderos donde la fe era apenas un susurro lejano, donde las respuestas se escondían y las preguntas se acumulaban en silencio.
Pero todo cambió el día que, en medio de ese andar, encontré a Dios.
No como un concepto lejano ni como una figura distante, sino como una presencia viva que habitaba en cada latido. Ese encuentro no fue solo espiritual, fue un espejo en el que me vi con claridad por primera vez.
Me reconocí. Vi mis heridas, mis aciertos, mis miedos… y también mi luz. Comprendí para qué estoy en esta vida terrenal: para aprender, amar, servir y dejar que mi alma crezca en cada experiencia.
Hoy, mi caminar ya no es solitario. Camino acompañado por una certeza: la de saber quién soy y por qué estoy aquí.
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