CINCO
Sangre y Oxígeno
Eran poco más de las cuatro de la madrugada cuando Lourdes despertó a Mauro. Se había quedado dormido en una mesa de la cafetería. Finalmente, tenían un diagnóstico y un doctor les permitiría el acceso para reunirse con ellos y comentarles los detalles.
Subieron por el ascensor y tomaron asiento en una pequeña antesala. Estaba equipada con un sofá alargado de respaldo bajo y diseño cuadrangular que conducía a un pasillo. En este se encontraban las puertas de tres habitaciones y un par de enfermeras que circulaban ocupadas con los pacientes.
Mientras esperaban, a Mauro le pareció que la arquitectura minimalista había sido escogida para proporcionar tranquilidad. Las paredes, el piso y los objetos exhibían formas simples con texturas lisas y colores monocromáticos. La iluminación principal provenía de los bordes del techo y se reforzaba sutilmente sobre la antesala con seis lámparas en forma de delgados cilindros dorados que colgaban del techo.
Frente al sofá, había una mesa de vidrio negro con patas cortas y encima, una pequeña maceta cilíndrica transparente que albergaba una planta ornamental de tallo mediano con hojas puntiagudas, semejantes a los brazos de una neurona.
A través de la única ventana se apreciaba la ciudad todavía sin muestras de sol. La madrugada se había tornado lluviosa y unas gotas delicadas se topaban de forma continua contra el cristal para luego secarse con el viento.
El doctor llegó por el pasillo con una tableta digital traslúcida y gafas de realidad aumentada. Era un hombre de origen otavaleño, con el cabello largo y trenzado, vestido de bata blanca. Su placa lo identificaba como el doctor Ankali Santander, un nombre quechua. Esto demostraba que el origen étnico no era un problema cuando se trataba de ejercer una profesión en una empresa privada, a diferencia de los proyectos de invención científica.
Mauro y Lourdes se pusieron de pie cuando el doctor se detuvo frente a ellos. Ankali saludó y los invitó a tomar asiento.
—Señora Uribe —dijo con actitud amable—. Lo siento mucho. No son buenas noticias.
La madre de Liliana observaba los ojos del doctor buscando un consuelo.
—¿Qué... qué es lo que tiene mi hija? —le preguntó con voz débil.
—Su hija tiene una afección en el sistema inmunológico que ataca los nervios por error —respondió Ankali—. Se conoce como el síndrome de Guillain-Barré. —Presionó la pantalla de la tableta y reprodujo una animación tridimensional—. El sistema inmune lesiona la capa que protege los nervios e impide la transmisión de señales al cerebro, ocasionando la pérdida progresiva del control muscular. Los síntomas comienzan como debilidad y hormigueo en los pies y las piernas, y se extienden a la parte superior del cuerpo, causando presión arterial alta, dificultad para respirar e incluso para tragar.
Se produjo un silencio mientras Lourdes y Mauro asimilaban la situación.
—Mi hija siempre ha sido normal... nunca ha sufrido nada de eso... —mencionó Lourdes con voz quebrada—. ¿Por qué tendría esta enfermedad ahora?
—Pensamos que fue debido a algún virus o bacteria, pero después de practicarle los exámenes, nos dimos cuenta de que, aunque suele ser más común que este trastorno autoinmunitario aparezca después de los treinta años, lamentablemente Liliana lo ha desarrollado dos años antes. No se conoce la causa exacta del síndrome, por lo que no tiene cura.
Mauro dejó caer la cabeza sobre las manos. La mente se le puso en blanco y un escalofrío le bajó hasta los pies.
Los ojos de la madre de Liliana se humedecieron. Sacó un pañuelo blanco del bolsillo; se notaba que lo había usado todo el día anterior y se secó las lágrimas.
—Debe haber algún error —sugirió Lourdes.
—Créame, señora Uribe, estamos seguros. El síndrome de Guillain-Barré es muy extraño; afecta aleatoriamente a una de cada cien mil personas. En general, aparece después de una infección digestiva o respiratoria, como la gripe; y lo cierto es que, desafortunadamente, no se puede prevenir.
Hubo otro silencio.
La mente de Mauro pareció aclararse un poco.
—¿Hay algún tratamiento? —preguntó con el rostro apagado.
—Sí —respondió el doctor Ankali cuando volteó a verlo—. Acompáñenme.
El doctor los condujo por el pasillo y se detuvo en la última habitación. A través del vidrio de la puerta se podía ver el interior. Era una sala de cuidados intensivos, con buen espacio, una ventana amplia, un par de veladores y un escritorio simple. La cabecera de la cama estaba en el centro de la pared derecha, donde se encontraba Liliana acostada boca arriba con una sonda en la tráquea a través de la boca, conectada a un monitor de ritmo cardíaco y a una pequeña máquina de plasmaféresis que le extraía la sangre, la pasaba por el interior y se la devolvía.
—La paciente está dormida —señaló el doctor—. Tuvimos que apoyarla con respiración artificial, el músculo diafragma presenta la mayor complicación.
A la madre de Liliana se le fueron las lágrimas cuando vio a su hija, tan repentinamente, acostada en la cama de una clínica.
Mauro no pudo soportar más el nudo que traía en la garganta y se tapó los ojos intentando contener el lamento.
—Estamos aplicando la terapia de plasmaféresis, que normalmente reduce la gravedad de la enfermedad y acelera la recuperación en la mayoría de los pacientes.
—¿Puede mejorarse? —consultó Mauro, con un repentino gesto de esperanza a pesar de los ojos húmedos.
—El síndrome de Guillain-Barré no ha tenido mucho progreso en los últimos años —precisó el doctor Ankali—, por lo general es reversible, pero en este caso está en peligro la vida de la paciente debido a que su respiración puede comprometerse. En caso de que sea necesario, podemos proporcionarle sesiones de fisioterapia para mantener la fuerza y la flexibilidad en los músculos. Pero por ahora, nuestro objetivo es tratar su problema respiratorio.
Una enfermera llegó en ese momento, pasó una tarjeta sobre la cerradura de la puerta y los pestillos se recogieron. Entró y se desplazó hasta la cama. Extrajo de su mandil una ampolla de cristal y una jeringa. Preparó la dosis y se la administró por el catéter instalado en la mano de Liliana.
—También utilizaremos otros medicamentos para controlar el dolor y posibles afecciones que puedan presentarse —añadió Ankali—. Todo depende del progreso de la paciente. Es una recuperación larga. —Se alejó de la puerta y volteó para mirarlos de frente.
»Sin embargo, señora Uribe —dijo con cierta gravedad en su voz—, tengo que ser honesto con usted: si bien hay un buen porcentaje de pacientes que se recuperan y viven en constante tratamiento, hay otros que no lo hacen. En el peor escenario, el cuadro puede avanzar hasta tal punto que el bulbo raquídeo sufra un ataque, y eso provocaría la muerte de la paciente.
Una cosa estaba clara en la mente de Mauro, Liliana no volvería a tener la misma vida de antes.
*
El resto de la madrugada, Mauro pasó acompañando a Lourdes, sin dormir. No podía hacerlo, cada vez que cerraba los ojos, Liliana surgía entre la oscuridad y parecía volver a girar sobre el escenario, o se presentaba frente a él con los brazos extendidos entre las luces de la ciudad. En los más terribles, lo abrazaba pidiendo auxilio y entonces se despertaba perturbado.
Por momentos pensaba que había caído en una especie de venganza terrible del destino, todo por no creer en esa idea que siempre tenía Liliana de que había algo por encima de la voluntad humana que entretejía los caminos de los mortales. Una clase de vínculo con el cosmos que le parecía absurdo, pero que si en realidad fuera así, estaría dispuesto a dar batalla.
En esas peleas mentales se le pasó el tiempo y no supo en qué momento la claridad se extendió por la antesala. En la ventana ya se observaba el sol, brillando por encima de los edificios con una nitidez que no todos los países podían contemplar. La mayoría del tiempo, las nubes eran grises y cubrían el cielo provocando lluvias constantes e impredecibles. Era debido a la alteración climática mundial, resultado del invierno volcánico por el que atravesaban algunas regiones de la Tierra, incluyendo países que hace unos años se calificaban de "desarrollados".
*
Cuando Liliana despertó, la enfermera se acercó a Lourdes para informarle que ya podía visitarla. La madre de Liliana llamó a Mauro y juntos ingresaron a la habitación.
Entre la constante emisión sonora de los aparatos de monitoreo médico, el cuerpo de Liliana tenía la apariencia de un robot que había sido desconectado. La delicada mujer se esforzó para girar los ojos y verlos ingresar. Su mirada fue tan dulce que un aire de optimismo pareció atravesar el respirador.
Lourdes se apresuró a instalarse al costado de la cama y su preocupación se alivió un poco al encontrarse por fin cerca de su hija.
—Mi Lily —le dijo con cariño—, todo va a salir bien. —Le acarició la frente con un roce de pulgar—. El doctor dice que te vas a mejorar.
Su hija respondió afirmativamente con un leve movimiento de cabeza. Luego vio a Mauro, quien se detuvo al lado de su madre, y su rostro se tensó de preocupación. A pesar de estar enferma, Liliana estaba preocupada de que Mauro hubiera faltado a la empresa, pues sabía de sobra que era su meta en la vida. Pensaba que si ella moría, no encontraría paz sabiendo que causaría un impedimento para que él alcanzara sus sueños. Buscaba una manera de hacérselo saber, de decirle que podía ir, que no se preocupara, que estaría bien.
Los pequeños movimientos de su rostro fueron suficientes para que Mauro supiera lo que estaba pensando.
—Quise quedarme aquí, contigo —se justificó con delicadeza.
Pero su novia agitó apenas la cabeza, negando con dificultad. Mauro notó una vibración en los dedos de la mano de Liliana y observó que levantaba el índice, temblando, con una señal para que se fuera. Se inquietó al no entender por qué no lo quería en la habitación.
La hija de Lourdes, cuyo rostro ahora evidenciaba cierta impotencia por no poder comunicarse, acompañada de las limitaciones causadas por el dolor, movió nuevamente los párpados para intentar comunicarle que estaría bien, que se podía ir. A continuación, sus fuerzas parecieron agotarse y cerró los ojos para descansar al cuidado de las caricias de su madre.
Mauro se mantuvo pensativo por un momento, impresionado por la respuesta de Liliana. Lourdes le aseguró que se quedaría con ella, entonces él decidió salir de la habitación en silencio, con los ojos húmedos, y se fue rumbo a la empresa, como ella se lo había pedido.
*
El camino hacia Mindsoft fue completamente diferente a los típicos recorridos que hacía con su novia por la metrópolis. Tomó el tranvía y se bajó en el parque central. Mientras caminaba por el ambiente grisáceo, entre edificios rodeados de neblina, su mente se hallaba cada vez más ensimismada, como nunca antes se había sentido. Realmente luchaba por creer en la esperanza de recuperación que había mencionado el doctor Ankali, pero tenía un mal presentimiento, algo que no podía precisar y que comenzaba a absorberlo.
Su mirada se encontró con los tacos negros de una mujer que estaba inmóvil en medio del camino. Se detuvo y levantó la mirada. Era Victoria, vestida con un traje formal negro y llevando en su espalda la mochila donde guardaban los dispositivos del proyecto. Por sus ojos se le escurrían lágrimas mezcladas con rímel negro.
—¿Qué pasó? —le preguntó con voz preocupada.
—¿Qué pasó? —le reclamó ella, llena de impotencia e indignación mientras sus pupilas temblaban con ganas de matarlo—. ¡Todo se fue a la mierda gracias a ti! —Su voz era inestable, envuelta en rabia e ironía.
—¿No les contaste por qué no pude ir? —Se acercó para calmarla.
—¡Quítate, no me toques! —explotó sin control y se alejó lanzando un brazo al aire—. Claro que se los dije, ¡estúpido! —Se obligó a reprimir el llanto—. No les importó...
»Te lo dije, te lo dije... ¡Maldito idiota, te lo dije! ¡Pero nunca me escuchas!—. Su cabeza tembló de ira. Se corrió el cabello hacia atrás y se obligó a tomar aire—. Nunca escuchas —susurró afligida e incapaz. Deseaba con todas sus fuerzas poder soltar lo que tenía en su fuero interno para que le llegara como un mandoble directamente a la cara y le doliera tanto como a ella.
Él buscaba qué decir, preso del impacto de los gritos que había recibido. Nunca antes Victoria lo había tratado así. Jamás la había visto en ese estado.
—Pero... ¿Qué sucedió?... —preguntó con cautela.
—Un tal Ronnie Coleman no quiso que continuáramos, dijo que no valía la pena trabajar con unos niños de poca seriedad y solo siguió el protocolo de despido.
—Debe haber algo que podamos hacer, tú viste a Lingford y a Corban, estaban interesados en nuestro trabajo...
—¿Nuestro trabajo? —lo interrumpió con una risita irónica.
—¿Qué quieres decir?
—La mayoría del tiempo pasé corrigiendo tus ridículos errores.
—Espera, espera, ¿tú qué crees?, ¿que yo estoy feliz con esto?, ¿que no me afecta? Me equivoqué, sí, lo sé, pero esto a mí me importa tanto como a ti. Tiene que haber una manera de solucionarlo.
—Sabes qué... —Se pasó las manos por las mejillas limpiándose las lágrimas y recobró un poco la calma—. Di lo que te dé la gana. Si quieres hacer algo... —Lo miró a los ojos—. Lárgate de mi vida. —Lo rodeó y avanzó por el encementado del parque.
Mauro permaneció en el mismo lugar sin saber qué hacer. Los ojos se le llenaban de lágrimas mientras veía a su amiga perderse para siempre.
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