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Capítulo Uno

UNO

Luces y Estrellas

 

Mauro se había convertido en un prófugo de la justicia por intentar salvar la vida de la mujer que amaba. Había logrado eludir a la seguridad privada de la empresa que lo perseguía y ahora se encontraba oculto en un laboratorio secreto con un par de aparatos que había sustraído. Tenía veintiocho años y estaba a punto de inventar un dispositivo que podría cambiar la forma en que se ve la vida y la muerte.


Solo había un ventanal fijo y pequeño en el almacén. La luz azul del anochecer entraba mientras el cristal era golpeado constantemente por la lluvia. El agua que se escurría refractaba y difuminaba las luces de la ciudad y los focos de los autos que transitaban afuera. El lugar era pequeño y las puertas y ventanas estaban cerradas, quedando en la parte alta del espacio donde el techo comenzaba a descender hacia el fondo.


Una serie de cables y mangueras serpenteaban por el piso hacia un dispositivo en forma de araña que estaba sobre un soporte de plástico transparente. A su lado, reposaba una central de procesamiento con forma de prisma cuadrangular (un cubo alargado en su vertical) fabricado de metal oscuro. La cara lateral estaba abierta y en su interior se observaba una compleja estructura de hilos centelleantes e interconectados en los cuales se enlazaban los delicados filamentos de algunos de los cables que provenían del suelo.


Mauro estaba sentado de espaldas a estos dispositivos, frente a la luz de un complejo ensamble de monitores translúcidos y computadoras avanzadas. Trabajaba entre una cantidad de ventanas abiertas con cascadas de distintos códigos y gráficas neuronales, acompañado del sonido de los ventiladores y algunos tonos de procesamiento digital. En la mesa, consultaba varias tabletas digitales también translúcidas, que estaban llenas de análisis de frecuencia y estadísticas, mientras tecleaba a la misma velocidad que su pensamiento.


Había perdido la noción de cuánto tiempo llevaba programando y realineando código. El cabello se le había puesto desgreñado y la barba descuidada. Su mirada estaba exhausta, pero la precisión y la concentración seguían agudas. Por su cuerpo recorría cierta adrenalina que le ayudaba a mantenerse despierto. No le sobraba tiempo para lograr la adaptación de ambos dispositivos y un solo error podría ser suficiente para nunca más volver a verla.


Insertó una serie de comandos y el monitor principal se llenó de información. Luego se giró hacia otro para analizar lo que mostraba. En la pantalla se había generado una simulación de las conexiones que debían realizarse para conseguir un vínculo preciso entre el prisma cuadrangular y el dispositivo arácnido. Comprobó rápidamente algo en la tableta del escritorio antes de desplazarse hacia atrás.


Cuando se puso en pie, el cansancio mental comenzó a tomar fuerza y en sus pasos se notó un poco de lentitud. Al llegar a los dispositivos, sujetó en cada mano un par de pinzas finas, semejante a un cirujano, y comenzó a reconectar los delicados filamentos con los hilos del prisma, según correspondía en las imágenes simuladas.


En ese momento, entre el sonido ocasional de llantas sobre el pavimento húmedo que hacían los autos al pasar cerca del almacén, oyó uno que tocaba un tema de pop sintetizado a elevado volumen. Al instante reconoció el canto suave de la vocalista, su novia, y volteó en dirección al sonido. Se topó con la puerta metálica, estaba cerrada, pero el recuerdo del cabello de ella ondeando al viento en la terraza del edificio pareció atravesar el metal para instalarse en su mente. Dejó caer los párpados mientras se entregaba a la melodía de aquel canto sideral, y volvió a sentirla, imaginando que estaba nuevamente frente a ella.

 

*

 

La recordó allí, cuando aún podía moverse, caminando por el borde del edificio más alto de la ciudad, un edificio que se alzaba a cuatrocientos metros como el más alto de Hispanoamérica. La estructura de la Torre Interandina estaba cubierta con placas cuadrangulares de un material oscuro que relucía como un espejo magnífico, y desde la cima, se podían ver las luces de toda la Metrópolis de San Juan Bautista.


Su novia parecía rodeada de circuitos como si fuera el nodo central de una ordenada red de conductos, puntos iridiscentes y líneas luminosas que ascendían verticalmente entre varias pantallas con anuncios del Noticiero Nacional. Las ventanas de todas las construcciones se proyectaban hacia abajo, reflejándolo todo, de modo que la envolvían casi fusionándola con las estrellas.


Mauro estaba detrás de ella, observándola desde una distancia segura. En ese entonces, él llevaba la barba hecha y el cabello corto, pantalón gris, zapatillas deportivas y un rompevientos negro. Tenían la costumbre de subir juntos a la cima del edificio para contemplar las luces que se encendían al anochecer. Aquel día se encontraban en un espacio restringido. Su novia había encontrado la puerta de acceso con la cerradura dañada y se había metido para curiosear.


—Lily, ya basta, deja de caminar por ahí.


Liliana Mayberry caminaba sobre un conducto de ventilación. Su contextura era delgada y su estatura pequeña. El apellido se lo debía a su padre estadounidense. Siempre tenía una sonrisa en el rostro que despertaba un optimismo instantáneo en quien la miraba, un viento fresco que dejaba paz, un aura de fragilidad e inocencia que invitaban a cuidarla y protegerla.


Iba vestida con un pantalón gris y un saco abrigado de lana color crema, con grabados andinos de unas alpacas. Un estilo que la mayoría de su edad consideraba anticuado, pero a ella le gustaba, decía que le conectaba con la tierra y con el cosmos. Se detuvo entre los puntos de luz que relucían detrás de ella y se giró hacia Mauro. Extendió el brazo y con un dedo le invitó a que se acercara, jugando.


—¿Qué pasa, cielito, le tienes miedo a las alturas? —le dijo con su voz brillante y dulce, propia de una soprano.


—Deja de jugar, no es gracioso —le advirtió Mauro, al mismo tiempo que intentaba contener el hormigueo que le recorría las manos al verla moverse al borde del vacío.


—Ven, no pasa nada, ¿ves? No me he caído. ¿O te parece que estoy muerta? —Hizo un ligero movimiento con la cadera, de un lado a otro, para provocarlo.


—Vuelve antes de que lo estés.


Liliana levantó la cabeza y cerró los ojos para sentir la brisa que llegó en ese momento. Unas gotas de lluvia se asentaron en sus mejillas. Su postura se parecía mucho a la de un ángel a punto de elevarse del suelo.


Mauro observó el cabello de su novia ondear con el viento, y tuvo la impresión de que el tiempo se dilataba, en un instante alargado y casi mágico que se le quedó grabado en la memoria.


—No me voy a caer, amor. Tú tampoco —le aseguró Liliana con voz serena, y esperó una respuesta durante unos segundos. Al no escucharla, abrió los ojos—. Mauro, ven... Si tuviera que morir por caerme de aquí y no lo hago, al cruzar la calle me atropellaría un auto.


—No creo que el destino tenga algo que ver con eso, Lily. Es solo cuestión de tener cuidado —le dijo Mauro con un tono serio, sabiendo que no compartía la creencia de su novia en el destino.


—Sin él no te hubiera conocido —respondió Liliana con una sonrisa, evitando profundizar en el tema para no iniciar una discusión, que siempre resultaba interminable, y menos quería hacerlo en un lugar tan especial para ambos—. El destino es parte del universo —se limitó a explicar—. Todo está conectado.


—¿Vas a comenzar de nuevo con eso? —dijo Mauro mientras se cruzaba de brazos.


—Al menos acércate un poco —le pidió Liliana, y dejó el tema de lado. Se volvió hacia la ciudad. Sus ojos verdes se escarcharon con las luces de la metrópolis. Abrió los brazos de par en par y abarcó los edificios alargados con anuncios proyectados, las calles delgadas, las avenidas, el nevado Tungurahua a lo lejos y el lago artificial en el centro—. ¡Parece que puedo abrazar una galaxia! —gritó sobre la marea de luces y se estiró lo más que pudo.


—Puedo verlo desde aquí.


Ella volteó a verlo por sobre el hombro.


—¿Estás seguro de que no quieres venir?


Él afirmó con la cabeza, apretando los labios en una mueca de seguridad.


Su novia sacó la mitad del pie fuera del borde.


—¿Qué estás haciendo? —preguntó Mauro, sintiendo un golpe de nervios en las palmas de sus manos.


—Si el universo no quiere que muera, no moriré. —Liliana sacó la pierna completa mientras se equilibraba con los brazos.


—¡Está bien, está bien! —Se agachó, pasó la cinta amarilla de peligro que estaba tensada entre unos tubos cromados, y comenzó a acercarse lentamente y con cuidado.


Su novia regresó el pie al borde y comenzó a girarse hacia él, pero debido a la humedad, su zapatilla resbaló y perdió el equilibrio.


—¡Lily! —exclamó Mauro mientras ella desaparecía con un grito detrás del conducto de ventilación.


Se apresuró hacia ella, puso las manos sobre el metal y sacó la cabeza para mirar al otro lado.


Encontró que había una saliente de buen grosor por debajo del conducto de ventilación, y ahí estaba Liliana, acostada de espaldas, tapándose la boca para contener la risa. Nunca hubo peligro, todo el tiempo había estado bromeando sobre caerse del edificio.


Su novia notó el semblante pálido del rostro de Mauro y explotó en carcajadas.


—¡Estás loca! —dijo Mauro y se montó en el canal de ventilación, saltando hacia la saliente con un ataque de cosquillas directo al estómago. Liliana comenzó a retorcerse mientras intentaba quitarse las manos de encima, riéndose tanto que le faltaba el aire.


Estar con ella era como saltar de un avión al anochecer, sin paracaídas. Mauro podía olvidarlo todo por un momento, y había olvidado que su amiga y colaboradora, una mujer de ascendencia asiática llamada Victoria Wong, lo estaba esperando.

 

*

 

Mauro abrió los ojos justo cuando la canción terminó afuera. El ambiente se quedó en una calma lluviosa, solo interrumpido por el ulular de las sirenas de policía a lo lejos. Mauro volvió a concentrarse y continuó trabajando en los hilos centelleantes del dispositivo.


Capítulo Dos