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Capítulo Cuatro

CUATRO

Inevitable

 

Presente

 

La oscuridad persiste, pero falta poco para el amanecer. Christopher puede distinguir, a través de la neblina, el difuso resplandor de las luces de estacionamiento de la camioneta orillada en la carretera, junto a un cono que advierte al tránsito. Algunas personas revisan el motor, otros conversan preocupados.


No sabe qué camino tomar para llegar a su destino. Lo único que puede hacer es desafiar a la coincidencia y provocar al pasado. Quiere que vuelva a influir en su futuro como antes. Así que busca rebotar entre situaciones, probando a ver si la casualidad se convierte en su guía y lo conduce como una brújula invisible.


¿Cómo saber si la camioneta se dañó porque la coincidencia está de su lado o en su contra? Lo seguro es arrojarse hacia adelante para seguir rebotando. Pero por ahora, tiene que esperar, y la espera no es una defensa contra el pasado.


¿Debería haberme quedado, sintiendo los meses como días y los días como horas?


Christopher acomoda el tirante de la maleta en el hombro. Se acerca al grupo de personas que conversa, mirando un mapa en la pantalla de un celular, y pregunta por cualquier dirección, no importa cuál. Le señalan una ruta entre los árboles. Christopher avanza por el borde de la carretera y se pierde en la neblina.


No, creo que ya era hora de hacer algo.


Entra por un sendero que conecta la hierba con la carretera. El césped humedece sus zapatillas negras. Mientras más se adentra en el campo, es más difícil la visión. Extrae de la mochila una linterna, la enciende y se convierte en un punto de luz que avanza entre la nubosidad.


No me malentiendas, Sirenita, es solo que... olvidé cuánto pesa un minuto, o cuántas horas puedo soportar en la espalda


Siente que ha caminado durante horas, pero su percepción del tiempo no es de confiar. Constantemente tiene que ignorar sonidos extraños que a menudo le llegan desde diferentes direcciones. No le resulta difícil, porque siente que está haciendo lo correcto.


Sube por una colina durante unos minutos. La atmósfera comienza a pintarse de azul. Echa una mirada al cielo. Las estrellas y la Luna le recuerdan aquel viaje que hizo lejos de la Tierra. Se detiene por un momento, cierra los ojos y escucha. Siente que la neblina le susurra melodías siderales de Neptuno. Parece un buen indicio.


Por eso no venía mal una buena rutina de hombros.


Unos pasos después, su pie falla al apoyarse en una rama húmeda y resbala. Rueda abajo sin control. Su piel se raspa contra ramas, arbustos, matorrales... Hasta que finalmente lo detiene un fuerte golpe en la cabeza, y luego, una inerte oscuridad.


*

 

Lo despierta el sonido de un río y el agua que le salpica al rostro. Abre los ojos y ve la luz del sol filtrándose entre la neblina, tan intensa que le hace esquivar los destellos. Entonces, un dolor tremendo le recorre el brazo derecho y le saca un gruñido. Al voltear para ver qué sucede, se da cuenta de que está herido y sangrando.


A pesar del dolor, se obliga a ponerse en pie y llega cojeando hasta el borde del río. Con la otra mano, se enjuaga la herida y saca un suéter de su mochila. Lo amarra por el cuello a modo de cabestrillo y coloca el brazo adentro.


Al revisar la colina, descubre que algunas cosas de su equipaje están desparramadas por el césped húmedo. Con un solo brazo, tiene que recoger los objetos y devolverlos uno a uno a la maleta. Parece que nunca va a terminar.


Cuando levanta el último objeto, se da cuenta de que es su celular. La pantalla está trizada y, aunque presiona el botón de encendido, solo le muestra una foto en movimiento de la mujer de gorrito carmesí que le envió mientras caminaba por la playa. Aun así, Christopher lo guarda.


Tras asegurarse de que no ha dejado nada más, se toma un respiro y entonces ve que su billetera y su cuaderno de la historia que escribió con ella están atrapados entre unas rocas del río, a punto de ser arrastrados por la corriente.


Corre hacia la orilla y, de un matorral, levanta una rama fuerte y larga. Sube por las rocas y se acerca con cautela a la billetera. Sin embargo, falla en el intento y la rama la empuja hacia el agua, donde es arrastrada lejos.


Christopher maldice y decide intentar rescatar el cuaderno. Acercando la rama con precaución, introduce el extremo entre las hojas del cuaderno. Pero un fuerte viento baja por la colina, lo desestabiliza y hace que la rama empuje el cuaderno hacia el río. Sin pensarlo, Christopher se lanza al agua. Bracea desesperado con su brazo sano. Sostiene la rama entre sus dientes, apoya las piernas en las rocas y se impulsa estirando la rama para alcanzarlo. Avanza a detenerlo, atrapándolo por la solapa, y lo impulsa de regreso por los aires.


El cuaderno cae en el césped y Christopher sale arrastrándose hasta la orilla, adolorido y exhausto.


*

 

El sol brilla en el centro del cielo mientras Christopher llega a la cima de la colina, con su camiseta y ropa interior aún húmedas. Explora el horizonte, sin encontrar ninguna señal de carretera, solo planicies y cerros. Avanza hacia la sombra de un árbol solitario que se encuentra en medio de la llanura.


Se despoja de su ropa mojada, la junta sobre la maleta y luego la cuelga sobre las ramas. Coloca un montón de hojas sobre un rayo de sol y distribuye los objetos de la mochila sobre ellas para que se sequen. Toma asiento frente a sus pertenencias y envuelve su desnudez con un par de hojas grandes.


Coloca el cuaderno frente a él, separando las páginas a la luz del sol. Deja abierta la primera hoja y espera a que se seque.


El gran peso que tenía frente a mí, era el que me hacían ver sin escapatoria.


El recuerdo lo invade. Es inevitable. Comienza a leer.

 

Limbo

 

El tiempo continúa somnoliento y la gravedad débil. La lluvia de espejos cae lenta e indolente. Entre los infinitos reflejos salpicados de sangre, Christopher sigue flotando, suspendido en el aire. Los muros no cesan de blasfemar, invocando ciegas metáforas sobre el barro y la materia.


Una gota de sangre circula perdida y cuidadosamente por la superficie de un fragmento de espejo, se multiplica hasta el infinito dentro de un choque de reflejos y se proyecta en todas las dimensiones. Los cristales giran con un placentero letargo y devuelven la imagen de Christopher, quien parece caer como un satélite huérfano de órbita.


Su cuerpo es la base de aterrizaje para las inflexibles puntas afiladas que llegan con refulgentes señales. Una se hunde en el brazo de Christopher, la piel hace todo su esfuerzo, pero esta lo despelleja, gotas de sangre explotan como pirotecnia y quedan suspendidas en el aire, hasta que la holgazana gravedad les asigna su indiscutible dirección.


Otro pedazo le penetra el muslo y la sangre brota en explosión. Christopher contempla el cielo, parece insensible al dolor, pero los destellos que pasan acariciando sus ojos son como una inyección en el cerebro que exige el despertar del recuerdo.

 

Pasado

 

Caminaba entre una fuerte lluvia con un paraguas en la mano. El cielo estaba tan nublado que parecía un anochecer. Las luces cálidas de los faroles se encendieron confundidas y su reflejo acompañó el brillo del agua sobre la acera. Christopher iba a la biblioteca, era la hora que ella frecuentaba. Se frenó a media cuadra al verla salir escoltada por el guardia, discutiendo con una señora de ropa ejecutiva, refinada e imponente, que la obligaba a ir hacia un auto estacionado en la entrada. La discusión se acaloraba conforme se alejaban de la biblioteca y Christopher apenas podía escuchar unos finos alaridos por el aguacero.


La señora comenzó a forcejear con ella y la sacudió enérgicamente por el brazo, luego la tomó de la cintura, prácticamente arrastrándola hacia el auto. Fue entonces cuando la mujer de gorrito carmesí se sacudió, soltándose, y se plantó frente a ella. Algo le dijo que provocó que la señora se fuera sola. Cerró el paraguas, se metió violentamente en el auto y arrancó. La mujer de gorrito carmesí se mojaba en la mitad de la vereda mientras miraba las luces traseras del auto perderse en el tráfico.


Christopher observó cómo ella corría de vuelta hacia la biblioteca y fue a buscarla. Pasó por los libreros hasta llegar al fondo, donde la encontró en el último pasillo, sentada en la primera grada de la escalera, con el cabello caído y el rostro apoyado en las manos.


Christopher se acercó despacio, ella sintió su presencia y volteó asustada.


—¿Qué estás haciendo aquí? —pareció reclamarle.


—Vi que discutías con una señora... —le respondió con cautela—. ¿Quién era?


Ella se quedó en silencio tolerando su propia amargura.


—Mi madre —dijo finalmente, con voz baja y temblorosa.


Nuevamente, se produjo un silencio.


Christopher se arrimó junto a ella en el borde del mueble.


—No le gusta que venga aquí —continuó ella mientras pasaba su manga por la mejilla para limpiarse las gotas de agua que resbalaban de su cabello—. No es como nosotros. Ella odia todo esto, dice que no sirve para nada. —Se quedó en silencio pensando con la mirada sobre los libros de la estantería que tenía al frente—. Y tiene razón —concluyó al cabo de un momento—, tengo que cambiar de hábitos. —Cogió un libro sobre derecho penal y lo abrió con una mueca nauseabunda.


Christopher no pudo soportar más esa lógica y perdió la paciencia. Extrajo el cuaderno de su mochila y lo dejó caer encima de lo que ella estaba leyendo.


—Escribí algo nuevo —le dijo.


Ella vio el escrito, se trataba solo de un párrafo; el resto estaba en blanco.


—¿Solo eso? —pregunto con desánimo.


Christopher le pasó un bolígrafo.


—¿Qué imaginas que puede pasar después? —preguntó, provocando su imaginación.


—Nada —respondió con frialdad.


—¿Nada? —La miró a los ojos—. ¿Segura?


Ella echó una lectura rápida y pensó seriamente.


—Nunca le he mostrado a nadie lo que he escrito —respondió con flojera y se puso en pie. Parecía más nerviosa de lo usual, o tal vez era solo el frío.


—No le contaré a nadie que lo escribiste tú.


Ella se desplazó hacia el final del pasillo como queriendo irse, pero se detuvo. Estaba intranquila.


—Si queda tan mal —dijo Christopher—, lo quemamos.


Ella sonrió y se dejó convencer, negando con la cabeza al recordar que ella le había dicho lo mismo cuando se conocieron.


Capítulo Cinco