DOS
El cuaderno
Pasado
Cuando despertó, se encontró sentado en un largo escritorio, junto a varios libros abiertos de poesía, novela y astronomía. Frente a él estaba el cuaderno donde escribía su relato. La luz del sol entraba por el ventanal de marcos cuadriculados de la biblioteca, creando sombras que se extendían sobre el escritorio. Varias estanterías de madera formaban pasillos delante y detrás de él; y de no ser por unos cuantos lectores que los transitaban, estaría solo.
Una joven se aproximó a él con cierta timidez. Parecía una estudiante de primer año de universidad.
—Disculpa, ¿sabes dónde puedo encontrar este libro? —preguntó la joven, extendiéndole un papel con el título del libro que buscaba. —Christopher se percató de que en el hombro de ella, colgaba una cartera bandolera, como la que portaba la mujer de Neptuno—. Me dijeron que estaba en esta biblioteca, pero la señora dice que no lo encuentra.
La miró a los ojos, quería saber si volvía aquel sentimiento del tren.
—Sí, creo que lo he visto —le respondió poniéndose en pie.
Juntos caminaron por un pasillo de estanterías. Christopher buscó entre los títulos mientras espiaba de soslayo a la joven.
—¿Es este? —Extrajo un libro y le enseñó la portada.
Ella lo tomó y comenzó a revisar las páginas. Christopher la examinaba, sobre todo esa curiosa bandolera. Quería estar seguro de que no se trataba de la mujer harapienta que había visto en Neptuno.
—Sí, muchas gracias —dijo ella finalmente.
Él no sintió la necesidad de hablar y afirmó ligeramente con una sonrisa. La joven se retiró hacia la recepción, donde se encontró con un hombre al que tomó de la mano.
Christopher regresó al escritorio y meditó sobre los libros desplegados. Tal vez se estaba esforzando demasiado últimamente, ya que empezaba a creer cosas que le pertenecían a su relato. Extrajo su celular del bolsillo con cierto impulso inconsciente y revisó la hora. Se hacía tarde.
Recogió con prisa los libros de la mesa. Entre el cerrar de los textos no se percató de que su cuaderno se había quedado atrapado entre las páginas de uno de ellos.
Los entregó apilados a la bibliotecaria. Acomodó su mochila a la espalda y salió.
Unos segundos después, ingresó otra mujer que llevaba gorra de lana carmesí y cartera bandolera. Se acercó a la bibliotecaria y le entregó una nota con títulos. La señora seleccionó algunos libros y los colocó sobre el apoyo, incluyendo uno de los que Christopher le había entregado. La joven los recogió, y sin detenerse a revisar, se adentró por el camino de libreros.
*
Christopher observaba los altos edificios empresariales desde la ventana de su trabajo, preso de una rutina tan monótona como asfixiante. Era un lugar silencioso y formal, donde los empleados apenas cruzaban miradas y se refugiaban en cubículos con divisiones bajas que los mantenían aislados del mundo. Cada día se sentía como una morgue. Las risas y el entusiasmo eran un lujo que no existía. A pesar de todo, Christopher encontraba refugio en su música, la cual inundaba sus audífonos y lo aislaba de aquel mundo gris. Mientras diseñaba un velero navegando en un mar cristalino para la próxima campaña publicitaria de una marca, su mente viajaba lejos de aquel lugar triste y desalentador.
Finalmente llegó a su departamento, donde se sirvió una taza de té para admirar las luces de la ciudad que se extendían ante él. Era un ritual que lo relajaba, lo preparaba para continuar escribiendo y dibujando. Con pasos firmes se acercó a su escritorio, listo para volver a tomar un vuelo cósmico a Neptuno, pero pronto se dio cuenta de algo aterrador: su cuaderno no estaba allí.
*
Al día siguiente, Christopher llegó temprano a la biblioteca. Preocupado de que su pequeño cuaderno pudiera estar extraviado en ese lugar. Nunca había mucha gente leyendo, si lo había olvidado, debía seguir ahí. Se acercó a la mesa larga y empezó a buscar bajo las sillas y en las esquinas, pero su cuaderno no aparecía por ningún lado.
Decidió entonces pedir ayuda a la bibliotecaria, pero su angustia aumentó al ver la actitud indiferente de la mujer frente a su petición.
—Veo muchos cuadernos, libros y folletos a diario —dijo con un tono irónico, sin despegar la vista de la computadora.
—Era uno negro —insistió Christopher. Ella volteó con una mirada mordaz, evidenciando descaradamente que no le importaba el cuaderno ese.
Aunque Christopher forzaba la memoria, continuaba sin recordar dónde lo había dejado, pero se le ocurrió una idea.
—¿Me podría ayudar con el libro original de Gustavo Bécquer, el de rimas?
La bibliotecaria tomó un respiro y se volvió para examinarlo. Se obligó a desprenderse del computador con un disimulado fastidio y se acercó a revisar entre las tarjetas de un pequeño archivo. El tiempo parecía detenerse mientras ella pasaba las tarjetas una tras otra con una lentitud que agotaba la paciencia de Christopher. Al fin, ella encontró el libro, pero lo estaban usando en ese momento y no estaba disponible.
Christopher sabía que no estaba permitido llevarse los libros originales de la biblioteca, se arriesgó y preguntó apresurado:
—¿Dónde está?
La bibliotecaria buscó a la persona que lo tenía en el escritorio principal y en los pequeños, pero no estaba en ninguno.
—No lo sé —respondió ajustándose los anteojos—. Debe estar por ahí.
Sin perder tiempo, Christopher se adentró por los pasillos de la biblioteca, revisando uno a uno los estantes. Encontró a un par de lectores, pero no tenían su cuaderno. Cuando llegó al fondo de la biblioteca, donde el silencio era lo único que moraba, sus esperanzas comenzaron a morir. Visitó los dos antepenúltimos estantes y los encontró vacíos, la búsqueda parecía inútil. Pero entonces, cuando ya estaba a punto de darse por vencido, oyó un crujido metálico que lo hizo detenerse.
Con cautela se asomó al último pasillo. En él, había una pequeña escalera de metal apoyada en una estantería de la pared. Al final de los tres escalones, estaban en puntillas unos finos y suaves pies femeninos vestidos con bailarinas. Los recuerdos de las pantorrillas y los muslos estirados de aquella mujer comenzaron a revolotear sus memorias de Neptuno. Cuando llegó a su cabello castaño y ondulado, un hormigueo recorrió su espalda.
A pesar de que podía ser otra de esas coincidencias que a menudo ocurrían cuando se concentraba en sus historias, como la joven que le había preguntado por un libro, tenía que asegurarse de que su cuaderno no estaba entre la pila de libros que esperaban por ella al pie de la escalera. Entonces se acercó con cautela para no interrumpirle.
—¿Disculpa? —le preguntó con una voz suave.
Sin embargo, ella pareció asustarse, perdió la concentración y su pie pisó el aire. Extendió los brazos para sostenerse del mueble, pero no llegó y cayó hacia atrás con un grito. Sus nalgas chocaron contra el piso y su espalda golpeó la estantería detrás de ella, haciendo que esta última perdiera el equilibrio y se viniera encima. Christopher se apresuró y logró colocar los brazos para sostener la estantería antes de que la golpeara, pero los libros cayeron sobre ella, cubriéndola completamente.
Christopher empujó el mueble para que recuperara su posición.
—¿Estás bien? —le preguntó preocupado.
Ella emergió de la montaña de libros con el ceño fruncido y algo molesta por el accidente. Se giró para enfrentarlo. Christopher finalmente la vio: un rostro delicado, refinado y proporcionado, con labios rosados no muy delgados y un ligero brillo, una nariz fina, perfilada y un poco respingada, cabello castaño más brillante de lo que recordaba, abultado por el accidente, orejas pequeñas y bien alineadas con un par de aretes blancos tipo botón, cejas naturalmente idénticas que formaban un arco leve sobre sus ojos saltones, astutos, de bandida, perfectamente ocultos detrás de una capa seductora de ternura inocente.
La primera vez que vi tus ojos... fue como una descarga eléctrica resucitando mi corazón.
Algo en la mirada de Christopher hizo que el ceño de la mujer se suavizara con naturalidad. Se miraron en silencio por unos segundos y ella rompió el contacto visual con algo de prisa.
Christopher descubrió que a sus pies se encontraba la gorrita de lana carmesí.
—Nos hemos visto antes —dijo. No era una pregunta, pero a ella no le importó.
—No —respondió con seriedad. Llevaba unos jeans ajustados y un top blanco que había adaptado cortando las mangas de una camiseta, dejando al descubierto su ombligo y sus caderas atractivas. Se sacudió las piernas, se masajeó las nalgas y recogió su cabello detrás de la oreja mientras buscaba entre los libros esparcidos a sus pies.
Pero lo más misterioso son tus movimientos, algo nerviosos... algo... atolondrados.
—¿Me ayudas? —dijo ella, colocando un grupo de libros en la estantería.
Tenía una voz grave, de contralto, y un poco ronca, lo que le daba un toque salvaje.
—Claro —contestó él, volviendo a concentrarse—. Estaba buscando el libro de rimas de Bécquer, el original —añadió mientras la ayudaba—. ¿Lo has visto por ahí?
Ella se detuvo, puso las manos en la cintura y alzó las cejas.
—Era uno que tenía aquí —le reprochó, señalando con los ojos hacia donde estaban los libros apilados—. Ya no sé, debe estar por ahí. —Respiró y continuó organizando el desorden.
—¿Si? Disculpa —respondió él, acomodando un conjunto de libros. Espió hacia la entrada de la biblioteca y notó que todo estaba tranquilo—. Tenemos suerte de estar tan lejos, si no ya nos hubieran sacado —dijo con algo de optimismo. Levantó la gorrita carmesí y se la extendió.
Ella la tomó y comenzó a limpiarla.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Christopher con voz amable.
—¿Para qué quieres saber?
—Quisiera saber el nombre de la persona que casi mato a pura rima —le dijo Christopher, refiriéndose al tipo de libros que habían caído sobre ella.
La mujer soltó una ligera sonrisa mientras se ponía el gorrito carmesí en la cabeza, pero al instante la disimuló haciéndola parecer burlona.
—Tranquilo, fallaste —le respondió con falsa seriedad—. Mira, ni un rasguño.
Se agachó y levantó la pila de libros que había separado.
—Qué bueno —dijo Christopher—, porque no me atrevería a matar la poesía. —Y levantó el último libro del suelo, que resultó ser el ejemplar original de rimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Ella se acercó con una mirada fulminante.
—¿Qué es la poesía? —le preguntó irónicamente, antes de salir del pasillo sin esperar la respuesta.
Christopher le respondió con un susurro mientras la miraba alejarse en dirección al escritorio. Luego, abrió el libro, pasó al vuelo todas las páginas, lo volteó y agitó, pero su cuaderno no se encontraba adentro.
Entonces, fue tras ella de nuevo. Estaba leyendo en una de las sillas del escritorio. Conforme se acercaba, se dio cuenta de que era su cuaderno y se vio invadido por un sentimiento muy singular. No tuvo más duda, se habían conocido antes, pero al parecer ella no lo recordaba o tal vez no quería ponerse en evidencia. Era una sincronicidad extraña y maravillosa al mismo tiempo. Su cuaderno era más que un simple objeto para él, era una parte de su alma, su pasaporte al planeta de los sueños, y ahora estaba en manos de la mujer de gorrito carmesí. La misma mujer que había visto en Neptuno. Por fin la había traído a la vigilia.
Hay momentos que llegan para quedarse.
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