TRES
Infinito
Presente
Hay momentos que llegan para quedarse.
El sudor se escurre por su frente al tiempo que acerca el pecho a la barra. Sus venas sobresalen con el último esfuerzo.
Al bajar, sus manos pierden el agarre y resbalan. Cae de espaldas contra el piso, adolorido y agitado, pero no por la caída, y mucho menos por los ejercicios.
Aunque sea solo en la memoria, se graban como marcas en metal, y cuando asaltan la mente, dejan vestigios de neuronas muertas detrás.
Con cada exhalación libera un vaho agónico en el aire, que se mezcla con la lluvia implacable que cae afuera, como un recuerdo distorsionado del clima de Neptuno y de su viaje cósmico.
*
Christopher llega a la biblioteca como si fuera a encontrarse con ella en el horario de siempre.
Sabe que no debe estar ahí, que no debió caminar por aquellas calles, que no debió volver. No puede evitarlo, tiene que hacer esto, detenerse significa darle la espalda a todo lo vivido, significa el suicidio, y no tiene escapatoria. Estar ahí ayuda a comprobar que si algo habría quedado en ella, si tan solo un poco de él habría llegado a tocar su desaparecido corazón, entonces ella volvería, como se lo había confesado.
Con el cuaderno en la mano se adentra al pasillo de siempre y espera, mirando cómo la luz del sol muere en el ventanal. Es un día más que desaparece en el tiempo.
Mira la puerta de ingreso y aguarda por una posibilidad, por una coincidencia, o mejor, por una decisión. Sabe que no debería hacer eso, que no debería estar ahí, pero no tiene otro lugar que reclame su presencia con tal calor.
¿Cuántas veces había ido a esperarla? ¿Acaso se estaba convirtiendo en medida de tiempo?
No puede darse por vencido, hay una probabilidad muy pequeña, pero eso es suficiente, es lo único que necesita.
Pensar de esta manera lo había mantenido constante, pero de pronto empieza a sentir que necesita una medida alterna.
Revisa la hora. El lugar va a cerrar. Debe salir, debe irse, pero no puede evitar seguir esperando, no puede evitar aferrarse a la esperanza de un encuentro. Sabe que no debería estar ahí, pero aún así se queda un poco más, atrapado entre la luz y la oscuridad, entre la claridad y el misterio, entre el pasado y el presente.
*
Regresa al departamento y abre una maleta de viaje. Mete ropa y comida enlatada, impulsado por la urgencia de no perder los recuerdos de la Sirena, y decidido a encontrar otro portal a Neptuno para así encontrarla de nuevo. Se abriga con una chaqueta negra y guarda en los bolsillos sus documentos, celular y llaves que agarra de la mesa. El cuaderno de su relato lo pone en el bolsillo interior del pecho, como una brújula espacial que le servirá de guía.
*
Ya es de noche. Christopher se encuentra caminando por el borde de la carretera, entre luces de autos, sin más que árboles a los costados. Lleva la maleta de viaje colgando al hombro y la capucha puesta. Come una lata de atún mientras hace señales al tránsito para que lo lleven. La lluvia empieza a caer y el sonido de las gotas golpeando el pavimento aviva el recuerdo de cuando solía caminar acompañado.
Una hora después, Christopher se ajusta la chaqueta y se acomoda en la esquina del balde de una camioneta. Junto a él están otros viajeros que padecen el mismo frío. La neblina que lo rodea trae consigo los días en los que algo más grande era parte de él.
Extrae del bolsillo un bolígrafo y el cuaderno de su relato. Recuerda lo último que había escrito. No fue buena idea, de pronto se encuentra analizando el pasado, y esa desorientación, resalta su sensación de extravío, pero encuentra la lógica.
No importa cuanto repases los hechos, una cosa resalta siempre: todo pasa por algo sin respeto a la casualidad.
Busca la última página escrita y, en eso, un papel cae de entre las hojas. Al recogerlo, encuentra los cinco renglones escritos por ella con letras cifradas. Una simple mirada le basta para que el contenido se apodere de él.
Siempre hay un por qué, siempre. Enterrado bajo los hechos como piezas que resuelven un homicidio.
Sus ojos se humedecen y una lágrima solitaria se desliza por su mejilla mientras la camioneta avanza por la carretera, alejándolo aún más de todo lo que una vez conoció.
Limbo
Una gota de sangre resbala por un espejo suspendido, aquel que le había hecho una línea en la pierna.
Los muros lo torturan con gritos ruidosos de intención hereje. Escupen frases mortuorias alegando que el Universo no es más que un ciego y colosal mecanismo que gira sin cesar.
Los pedazos de espejo vibran de repente y comienzan a caer despacio, adormecidos, en cámara lenta, mientras la gravedad despierta de un profundo sueño.
Christopher logra percatarse de que los trozos no se encuentran en posiciones aleatorias, no son un caos, sino que están organizados en un solo espiral que proviene del cielo infinito.
Se mueve luchando por esquivar las puntas más próximas.
Los trozos comienzan a girar en su propio eje, y Christopher, suspendido en el aire, es rodeado por los destellos refulgentes de sus propios reflejos.
Los muros le espetan que no es más que una arista deleznable. Lo tientan para que intente eludir la actividad del mecanismo giratorio.
Un filo le corta el brazo. Christopher lanza un grito sordo. Sangre emerge como una dulce lágrima. Otro le corta el pecho. Otro la costilla...
Christopher planta la mirada al infinito. Y lo desafía.
Pasado
Era un día como cualquier otro, Christopher se encontraba camino al trabajo entre una multitud de personas que esperaban en la esquina. El semáforo peatonal cambió a verde y la afluencia de gente vestida para el trabajo cruzó la calle. El sol brillaba tímidamente y la luz se reflejaba a través de las ventanas de los modernos edificios que bordeaban la vía. El tráfico se movía fluido con apenas un susurro de cláxones, y las calles aún estaban mojadas por la lluvia de madrugada.
Mientras esperaba en la siguiente esquina a que el semáforo cambiara a verde, algo en el edificio de enfrente lo distrajo. En una de las ventanas del segundo piso, encontró de nuevo a la mujer de gorrito carmesí. Se tomaba selfies con su celular. No podía apartar la mirada de ella. ¿Cómo era posible que nunca antes la hubiera visto allí? ¿Había estado viviendo en ese edificio todo este tiempo?
Mientras la observaba, el semáforo cambió a verde, pero Christopher se quedó atrás para seguir mirándola. En ese momento, ella se volteó y lo miró directamente. Christopher sintió un escalofrío. ¿Cómo había sabido ella que él estaba ahí? ¿Había sido otra casualidad o algo más?
Ella disimuló enseguida no estar haciendo nada, pero las mejillas se le ruborizaron.
¿Cómo era posible que ella lo hubiera encontrado entre la multitud? ¿Quién o qué estaba juntándolos? ¿Acaso todo era una absurda y mundana coincidencia?
Mientras pensaba en esto, un auto arrolló un charco en la esquina y el agua salpicó sobre su abrigo. Ella contuvo una carcajada y se ocultó tras la cortina para no llamar la atención. Él se sacudió el agua y volvió a mirar a la ventana, pero esta vez estaba cerrada. Todo esto le parecía una graciosa casualidad, un cliché sin sentido que rara vez ocurre.
Christopher cruzó hacia su trabajo, ubicado justo al lado del edificio donde ella vivía. Las preguntas no dejaban de rondar su mente. ¿Cómo era posible que ella estuviera ahí? ¿Acaso todo esto era una extraña coincidencia del destino?
*
En la tarde, la mujer de gorrito carmesí se desplazaba por uno de los pasillos de la biblioteca, concentrada en el extraño relato de un cuaderno que había encontrado, cuando escuchó la puerta. Al girarse, un golpe de nervios la sacudió por dentro al ver que era él, Christopher, el hombre que la había visto tomándose selfies en el edificio esta mañana. Se escondió apresuradamente detrás de un librero, con el cuaderno en el pecho como si fuera un escudo.
Christopher se desplazaba sobre la alfombra del pasillo de libreros, directamente hacia ella, seguro de que si la buscaba en el mismo lugar y horario, la encontraría de nuevo.
La mujer sacó un ojo por entre los libros y observó que Christopher se acercaba. No quería hablar con él de nuevo, seguro le preguntaría otra vez su nombre y todas esas cosas incómodas, así que se deslizó por el pasillo en silencio, tratando de escapar.
Christopher llegó a su ubicación habitual, y al no encontrarla, revisó los estantes uno por uno. Pero ella no estaba a la vista. Cuando estuvo en el último, se detuvo a pensar en otra forma de buscarla. ¿Dónde se había escondido?
Ella estaba detrás de una pequeña escalera en el pasillo anterior. Sacó un ojo por entre los libros para ver si Christopher seguía allí. Pero su gorrito carmesí llamó la atención de él, y se acercó a mirar. Entonces la vio pasar corriendo, con las rodillas flexionadas y la respiración agitada.
Christopher la persiguió, y ella corrió hacia el siguiente pasillo, desesperada por perderlo de vista, pero cuando creyó haber llegado sin ser detectada, Christopher apareció por su espalda.
—Hola —le dijo con amabilidad.
Ella se frenó en seco y luego se giró rápido para no levantar sospechas. No sabía por qué le temblaba la mano, así que la ocultó rápidamente detrás de ella. Sin embargo, la seguridad con la que Christopher la miraba la hizo sentir más cómoda, tal vez no era una amenaza después de todo.
—Ah... Hola... —respondió, sin saber qué más hacer.
—¿Te escondes de alguien? —preguntó Christopher, con una sonrisa curiosa.
—No, no, ¿de quién? —Miró hacia un lado con ese nerviosismo único que la caracterizaba—. Solo tenía miedo de que me lances más libros —dijo tratando de sonar indignada.
—Discúlpame, no fue mi intención. —Hizo un gesto de disculpa.
—Mentira, todo bien. —Se sonrió.
Christopher notó que ella sostenía su cuaderno en una mano.
—¿Te gusta mucho ese libro, no? —le preguntó con curiosidad.
—¿Este? No. Bueno... Algo. —respondió ella, sin querer revelar mucho.
—¿Y por qué lo sigues leyendo?
—Porque... —Volteó y se aseguró que nadie pudiera escucharla—. Creo que se olvidaron —le dijo en secreto. Christopher afirmó, fingiendo que entendía la situación.
—¿Vienes muy seguido? Porque no te he visto aparte de ayer.
—Es que siempre estoy aquí al fondo. Hay más silencio. —Se encogió de hombros.
—¿Aquí lees a Bécquer? —Señaló los estantes de poesía.
Ella sonrió, sorprendida.
—Las rimas —dijo, sin poder evitar sonreír.
—¿Te gusta la poesía?
—Tal vez...
—Haber dime una —dijo Christopher, con entusiasmo. Ella le alzó las cejas como diciendo «cómo así pues».
—Perdone profe, no sabía que iba a tomar prueba —le respondió con voz irónica.
Christopher rio.
—Está bien, tienes razón, no debería haberte puesto en estas. Pero dime, ¿cuál es tu poema favorito?
La mujer de gorrito carmesí levantó la mirada y lo miró con cierta suspicacia antes de responder:
—¿Por qué te lo diría?
—Bueno, yo te diré el mío.
Ella se plantó en una pierna y cruzó los brazos, incrédula de que él fuera capaz de saber una. Christopher continuó: «Dejé la luz a un lado, y en el borde de la revuelta cama me senté, mudo, sombrío, la pupila inmóvil clavada en la pared».
De repente, un terrible recuerdo se apoderó de ella al reconocer la rima que Christopher estaba citando. Era justo aquella que había leído en un tiempo que tardó mucho en superar. Los brazos se le relajaron mientras luchaba por contener la emoción que la invadía, arrepentida de haberlo retado.
«¿Qué tiempo estuve así? No sé; al dejarme la embriaguez horrible del dolor, expiraba la luz, y en mis balcones reía el sol. Ni sé tampoco en tan terribles horas, en qué pensaba y qué pasó por mí; solo recuerdo que lloré y maldije, y que en aquella noche envejecí», terminó Christopher, ajeno al impacto que su elección había causado en la mujer.
Ella bajó el rostro y luchó contra las lágrimas que amenazaban con brotar. Christopher, sin entender lo que sucedía, le preguntó si estaba bien, pero ella no respondió. En su lugar, se alejó con paso cansado hacia otro estante de libros.
Christopher sintió que debía hacer algo para reparar su error y la siguió. Se detuvo a su lado sin saber qué hacer y, por un largo tiempo, la acompañó mientras leían títulos de libros.
—No fue mi intención... —dijo de pronto, pero ella lo interrumpió.
—¿Ves ese libro? Cuando era niña mi papá me lo compró —dijo con un suspiro de nostalgia—. Y me encantó. Desde entonces siempre le pedía que me trajera uno de esa autora.
—¿De qué se trata? —Bajó el libro, era uno delgado. La portada mostraba una ilustración donde un club de tres jóvenes preparaban una limonada.
—Es muy divertido —dijo ella con un eléctrico entusiasmo, como si jamás hubiera llorado—. Tienes que leerlo, es bien gracioso —contuvo la risa.
—¿Has leído novelas? —preguntó Christopher, intentando cambiar de tema.
—Algunas...
—¿Me darías tu opinión sobre la mía? —Trató de no parecer demasiado ansioso.
—¿Escribes? —Arqueó una ceja en señal de sorpresa.
—Sí, pero no tan bien como tú, estoy seguro.
—¿Yo? Yo no soy escritora, solo escribo de vez en cuando —respondió con humildad.
—Lo eres, tienes esa alma, se nota en cómo hablas de los libros.
—No lo sé... escribí algo hace tiempo, pero no es gran cosa. —Miró arriba, negando.
—Ya ves...
—No es lo que crees...
—Déjame verlo.
—Algún día. ¿Y tú qué escribes?
—Nada muy interesante, al parecer, pero tú pareces disfrutar leyéndolo —dijo Christopher, señalando el cuaderno que ella llevaba en la mano.
La mujer de gorrito carmesí frunció el ceño, intentando entender lo que él quería decir.
—No lo entiendo... ¿Cómo sabes que me gusta lo que escribes? —preguntó ella.
—Porque no has parado de leerlo. —Apuntó hacia el cuaderno que la mujer de gorrito carmesí traía en la mano. Ella lo miró con sorpresa, no podía creer que se había pasado todo el día leyendo un cuaderno que resultó ser de Christopher, ese hombre de ojos tan tristes pero llenos de vida.
—¿Esto es tuyo? ¿Tú escribiste esto? —le dijo, mientras un escalofrío le recorría el cuerpo. ¿Cómo había hecho para crear un personaje idéntico a ella sin conocerla?
Christopher afirmó con un gesto leve.
—El personaje principal es igual a mí. ¿Cómo es posible? —preguntó la mujer, un poco asustada.
—Lo sé, qué coincidencia, ¿verdad? —respondió Christopher sin tener manera de explicar algo que escapaba a su razón.
—No me has estado espiando en secreto, ¿o sí?
Christopher sonrió.
—Claro que no, solo buscaba mi cuaderno. —le dijo intentando calmar sus temores.
La mujer de gorrito carmesí comenzó a sentir que había algo más detrás de la casualidad. Observó a Christopher por un momento, notó sus ojos tristes, ahora más brillantes que nunca, y sintió una extraña conexión con él, como si se conocieran desde hace mucho tiempo, aunque no podía recordar haberlo visto antes.
—Lo siento, no sabía que era tuyo. —Se lo devolvió con una sonrisa incómoda, pero él no lo tomó.
—No importa, es tuyo ahora —le respondió—. El relato está incompleto, creo que solo tú podrías terminarlo.
La mujer de gorrito carmesí se sintió incómoda. No quería ser irrespetuosa, pero no podía aceptar el regalo de Christopher. Observó el cuaderno con detenimiento, con la portada negra y las páginas crema.
—No puedo aceptarlo. No es justo que tomes tu tiempo para escribir algo y después regalarlo.
—Si lo aceptas, probablemente encuentres algo interesante hacia el final.
—No puedo, es tuyo.
—Entonces tal vez podrías ayudarme a mejorarlo.
Ella se sintió mejor sabiendo que probablemente podría encontrar las respuestas a todas sus preguntas en esas páginas.
—¿Estás seguro? No sé mucho de literatura.
—No te preocupes, no estoy buscando una experta. Solo necesitas leerlo y ver qué piensas. Tal vez puedas darme alguna idea.
La mujer de gorrito carmesí asintió, sintiendo curiosidad por el resto del relato. Aunque no tenía mucha experiencia en escritura, disfrutaba leyendo y siempre estaba creando personajes y nuevas historias para sumergirse en ellas.
—Está bien, lo leeré —dijo finalmente.
*
A través del ventanal, la luz naranja del sol se filtraba mientras se ocultaba detrás de la montaña. Había pasado casi una hora desde que tomaron asiento en la cabecera del escritorio, y la mujer de gorrito carmesí había estado revisando el relato de Christopher con los lentes puestos y un bolígrafo en la mano, tachando, leyendo y tachando de nuevo. Hasta que llegó al final del escrito y rayó un signo de interrogación, pero al pasar la página, encontró el resto en blanco.
—¿Y...? —respondió ella, quitándose los lentes y doblando los brazos en su pecho.
—Todavía no lo termino —dijo Christopher.
—¡No puedo creer que lo hayas dejado así! —exclamó ella, poniéndose dramática—. ¿Cómo voy a seguir con mi vida ahora sin saber qué pasa con los personajes? —Christopher soltó una carcajada—. Bueno, ya en serio, esto es lo peor que he leído —dijo ella con dureza.
—Pero si no paraste.
—Porque me lo pediste —se defendió ella—, pero es difícil, especialmente con estos clichés de inicio —le dijo con frialdad.
—¿Pero... me puedes aconsejar algo? —preguntó él, esperando una respuesta constructiva.
Ella pasó nuevamente una mirada sobre el relato, cerró el cuaderno y consideró opciones. Sabía que estaba siendo un poco dura con él, pero también sabía que Christopher era lo suficientemente fuerte como para soportarla. Finalmente, decidió decirle lo que en realidad pensaba.
—Quémalo —le dijo con una sonrisa malvada.
Christopher se quedó estupefacto. Sabía que ella estaba bromeando, pero la idea de quemar su trabajo creativo lo hizo sentir mal.
—¿Qué? ¡No puedo hacer eso!
Por supuesto que ella estaba siendo extrema, pero le encantaba ver cómo él perdía el control. Se sonrió con cierta picardía, disfrutando de la reacción de él.
—Por supuesto que no, tranquilo. Pero no tengo ni idea de cómo hacerlo mejor. En serio, quémalo.
Sus miradas se entrelazaron en un momento de risas silenciosas, sus corazones comenzaron a latir con una fuerza irresistible y una energía palpable se enroscó entre ellos, acercando sus almas. Sus ojos se comunicaron en un lenguaje más allá de las palabras, creando un silencio lleno de significado. Ambos sintieron que algo poderoso estaba surgiendo dentro de ellos, algo que los llevaría hacia un abismo de emociones y sensaciones que no podían comprender del todo, pero ahora mismo era demasiado pronto para dejarlo salir en toda su fuerza. Así que se mantuvieron sentados, disfrutando del momento y sintiendo ese algo especial que estaba sucediendo.
En medio de esa electricidad que se esparcía por el aire, Christopher supo que nada volvería a ser igual en su vida. Tenía la sensación de que el universo había conspirado para unirlos en ese lugar, en ese momento. Sin embargo, la mujer de gorrito carmesí, al percatarse de lo que le estaba sucediendo, fue invadida por una oleada de miedo. Se puso seria y algo nerviosa. Aunque intentó esconderlo, no podía engañarlo. Christopher percibió el cambio en su actitud de inmediato. Una sombra se asomó en el horizonte de su mente y supo que ella escondía una profunda tristeza, pero también, que tenía el poder para ayudarla. Comprendió entonces que no descansaría hasta hacerlo, a pesar de que ella se esforzara por ocultarlo.
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