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Capítulo Uno

PRIMERA PARTE

UNO

La Gorrita Carmesí

 

Presente

 

¿Cómo mides el tiempo?


En la penumbra de la habitación descansa un poeta a contraluz, arrimado a la puerta del balcón mientras la lluvia cae frente a él. El vapor se eleva de sus músculos por el calor del entrenamiento. No es un hombre corpulento ni un deportista, es su forma de luchar contra el tiempo.


Cada segundo, cada hora, cada día, la imagen de ella se desvanece en su mente y es sumergida en una ilusión. Se convierte en una mujer irreal surgida de aguas utópicas y fantasmales. Es imprescindible que esto se detenga porque si no la perderá para siempre. El dolor corporal le ayuda a mantenerse en el presente, a seguir pensándola como una mujer real.


La luz ámbar del poste le ilumina la mirada decaída. Entre los destellos de lluvia busca encontrar una respuesta a la decisión que la Sirena tomó. La barba le ha crecido bastante, es también otro recordatorio de tiempo.


A su espalda, la habitación está sumida en la oscuridad de la noche, apenas visible por unos compasivos rebotes de luz que perfilan el pie de la cama y parte del escritorio, dentro de la antigua arquitectura española de su departamento, el cual parece transportarlo a aquel tiempo y lugar.


¿Con un reloj o con el corazón?


El calendario no se ajusta a los hechos ni a sus percepciones. Sabe que aquellas memorias son un recóndito pasado de patética invocación, y sin embargo, siente que no han transcurrido más que unos cuantos días.


¿Qué le importa al tiempo el sentimiento infinito?


Alza un envase con agua y se refresca.


Se acerca a una jaula y rellena el bebedero donde un pequeño ruiseñor azul desciende a beber.


Salta para sujetarse de la barra que cuelga entre el marco del balcón. Continúa atrofiando la espalda. Su corazón se acelera anhelando saber de ella.


¿Cuándo será? ¿Cuándo entenderás lo que no tiene tiempo, Sirenita?

 

Limbo

 

El poeta sabe que no fue él quien se perdió en el tiempo-espacio, sino que este es su celador. Trató de romper las leyes de la realidad, pero no pudo huir como esperaba. Su mundo interior ha sido encarcelado entre muros de concreto.


Al abrir los ojos enfoca la arquitectura cuadrangular. Un lugar alienígena como un limbo, fuera del tiempo y del espacio. Muros grises se alzan imponentes hacia el blanco infinito, y por momentos, le susurran voces ruidosas que parecen provenir de planos extradimensionales. Murmuran filosofía poética sobre la mísera presencia del hombre y afirman lo inútiles que son sus ideas en medio de la vastedad del cosmos.


Tiembla por la fría temperatura a la que es sometido. Mueve el muslo por impulso y un filo le corta la piel. Una línea de sangre resbala y una gota se precipita hacia abajo.


Se percata entonces de que flota desnudo entre pedazos triangulares de espejos afilados, de todo tamaño, que lo amenazan suspendidos como lluvia en pausa.


No tiene espacio para moverse.


Gira los ojos buscando una puerta.


No hay salida.


No hay otra opción.


Deja caer los párpados y concentra la mente en un intento por escapar.


Surge una vez más el recuerdo de aquel sueño, aquel que comenzó todo. Lo que ya debería estar muerto vuelve a tomar forma. Es el ardor de un recuerdo infinito. Es un tiempo indefinido en una memoria casi olvidada. Es más que un sueño... un presagio.


Y este lo rescata.


Por ahora.

 

Pasado

 

Ingresó de nuevo en aquella premonición. Se encontró sentado en la mesa del restaurante, esperando su orden mientras su mirada se perdía por la ventana fija de un tren espacial. Era una ventana circular, tan amplia que le cubría de pies a cabeza, adornada con líneas rectas y curvas que evocaban el tronco de un árbol. Afuera, las estrellas brillaban y el Sol acariciaba el eléctrico Urano con su anillo invertido.


Vestía un traje minimalista, de tela oscura mate, cuello abierto, fino corte y sobria formalidad. Sobre la mesa se encontraba el menú, con una cubierta de cuero y hojas color crema que contenían títulos de libros de todo tamaño, gama y desgaste. Sin embargo, el sitio se destacaba por su amplia variedad de ejemplares de poesía. El mesero llegó y sirvió un platillo sobre la mesa. Era un libro delgado que titulaba Rayo de Luna.


Christopher tomó los cubiertos. Se disponía a sumergirse en su selección preferida cuando su mirada fue arrebatada hacia la entrada, y entonces, la vio llegar. No existe una medida de tiempo que ayude a calcular la velocidad de la caricia magnética que le tocó el alma. Innumerables cuerpos femeninos habían pasado por su mente intentando moldear la perfección, pero en un instante, ella los destruyó todos. Ninguno había logrado causarle un efecto tan poderoso, pues ninguno poseía el alma que ella desprendía. La melodía que irradiaba era el motivo del palpitar inexplicable que le sacudía eléctricamente todo el ser.


Ella caminó entre las mesas de los clientes, buscando un sitio. La gente vestía de formas variopintas y extravagantes, pero sencillas y sobrias. Sobre todos ellos había una gran claraboya de cristal difuminado que permitía apreciar las estrellas. Era una gala de alta costura futurista que se complementaba con la glamurosa arquitectura art nouveau del restaurante.


El mesero se acercó a atender a la mujer detrás de una cálida lámpara en forma de caracola, que salía de una columna enroscada como una sirena alrededor de un tallo tortuoso. A pesar de la intensa luz y la distancia, el poeta pudo apreciar el suave y fino perfil de la mujer: cabello ondulado y castaño, con una pequeña y delgada cartera bandolera café apoyada en su hombro, y una boina de crochet holgada por detrás en color carmesí que la distinguía de los demás. El poeta notó que su ropa estaba descosida y rasgada, con una blusa blanca harapienta, pero a él eso le causó una fascinación extraordinaria.


Deseaba tener una vista completa del rostro de la mujer, pero un hombre de vestir voluminoso se levantó y le obstruyó la mirada. Luego, el afro blanco de otra comensal se interpuso en su objetivo, y cuando finalmente se movió, la mujer había desaparecido.


El poeta sintió una extraño golpe en su interior. Se puso en pie y la buscó desde su sitio, tratando de encontrar su boina de crochet en la multitud, pero ella no estaba por ningún lado.


El gran tren interplanetario ingresó en la estación espacial. Se detuvo en la plataforma de desembarco, apagando los propulsores con un ligero zumbido. El poeta ajustó el tirante de su maletín al hombro y se abrió paso entre la gente, sintiendo la suave luz azul que bañaba todo el lugar. Con una mano ajustó la bufanda roja que llevaba en el cuello y tomó el camino hacia la salida.


Mientras caminaba, levantó la mirada y se quedó maravillado ante la vista del cosmos que se abría ante él. A través de un amplio cristal, pudo observar las estrellas brillando intensamente en la oscuridad, el polvo cósmico que formaba los anillos planetarios y el satélite Tritón, parecía flotar en el vacío. Por las ventanas laterales, observó la enorme curvatura de Neptuno, cuyo borde brillaba por la luz del Sol. Aunque no era su primera vez en el espacio, en esa ocasión se sentía diferente. Algo parecía estar a punto de suceder.


Su mirada se desvió hacia los demás pasajeros que caminaban por el mismo pasillo, buscando alguna pista. Fue entonces cuando notó un tejido de color carmesí entre la sombría multitud. Era ella. Su gorrita de lana sobresalía en medio de la gente. El poeta aceleró el paso, rebasando a varias personas en medio de disculpas y ligeros empujones. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué estaba haciendo en la estación espacial? ¿Qué tenía aquella mujer harapienta que lo atraía tanto? Logró acortar la distancia y decidió seguirla.


Una llovizna de suave contacto acompañaba el descenso por el bulevar hacia la superficie del planeta. Las gotas se deslizaban por la piel del poeta como si fueran un toque suave de otra dimensión. El camino estaba iluminado por faroles cálidos que se reflejaban en el piso de acuarela. Los colores se expandían por el agua, creando un espectáculo de continuo cambio cromático. Entre el aire viajaban agrupaciones lineales de ciertos gases que vibraban más rápido que la barrera del sonido, pero a la vista, parecían nubes alargadas que se desplazaban lentamente.


La gente se había cubierto con ropa abrigada y activado sus bastones metálicos, unos artefactos que repelían la lluvia de forma magnética. Pero el poeta, en lugar de evitar la llovizna, la abrazaba como un regalo del universo que lo envolvía en su infinidad.


Mientras descendían, la superficie del planeta comenzaba a adquirir mayor detalle. Tenía un inmenso mar rodeado de rocas y hielo de gran altura. Bajo el agua, la luz de una metrópolis brillaba como un faro de ensueño en la oscuridad del espacio. De ella emanaba un canto suave y cósmico que acariciaba el alma de todos quienes lo escuchaban.


De pronto, la multitud se desvaneció, y el poeta se detuvo en seco al encontrarse con la mujer de gorrito carmesí, estática bajo un árbol, cuyas ramas colgaban lienzos en blanco, como si esperaran ser pintados por ambos. El viento hizo ondear su cabello y en ese instante, sintió que la mujer había percibido su presencia.


Ella comenzó a voltear. Él se preparó para verla, pero antes de que pudiera hacerlo, siguió un lapso horrendo en el cual todo se volvió negro.


La biblioteca volvió a escucharse y el poeta abrió los ojos, dándose cuenta de que había vuelto a despertar.


La mujer de gorrito carmesí seguía siendo un misterio para él, un personaje al que aún no había encontrado la manera de traer a la vigilia. Y mientras sus dedos acariciaban la superficie del cuaderno que tenía entre las manos, sonrió, sabiendo que pronto volvería a encontrarse con ella en Neptuno, el planeta de los sueños.


Capítulo Dos