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EL CACHACO Al rescate de las historias antiguas de Bogotá

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En los días en que Bogotá apenas aprendía a reconocerse entre montañas y contradicciones, apareció un término que, como casi todo en esta ciudad, nació envuelto en duda y orgullo: cachaco. Su origen, aún incierto, parece venir de alguna raíz indígena que viajó por las bocas de los españoles desde las Antillas hasta los Andes, adaptándose, sobreviviendo, mutando. Lo curioso es que su primera aparición conocida en la Nueva Granada no aludía precisamente a la elegancia: hacia 1833, el periódico El Cachaco de Bogotá, dirigido por Florentino González y Lorenzo María Lleras, usó el vocablo para referirse con ironía a los jóvenes liberales y civilistas que se rebelaban contra la dictadura de Rafael Urdaneta. Eran los mal vestidos, los idealistas, los que creían que con una corbata torcida también se podía cambiar el país.

 

Pero el humor político tiene sus efectos secundarios: aquellos redactores, con más ingenio que ropa planchada, lograron lo impensable. Reivindicaron la palabra. Lo que comenzó como burla terminó convertido en símbolo de distinción. Para mediados del siglo XIX, ser cachaco ya no era sinónimo de desaliño, sino de refinamiento. Los mismos jóvenes que antes desafiaban el poder se transformaron en abogados, poetas y burócratas que discutían el libre comercio entre sorbos de café. Los antiguos rebeldes de saco gastado se convirtieron en el modelo del buen gusto bogotano: hombres de ideas ilustradas, defensores del verbo correcto, obsesionados con la compostura.

Detrás de esa metamorfosis había un mensaje político disfrazado de elegancia. Quienes se apropiaron del término pertenecían a la élite que construiría el nuevo Estado y su imaginario cultural. Si los líderes del pensamiento, de la poesía y de la gramática se autodenominaban cachacos, el término no podía sino ascender en el escalafón simbólico. Ser cachaco pasó entonces de ser una posición ideológica a ser una actitud estética: la de mirar a Europa mientras se tomaba chocolate en la Candelaria, la de corregir una tilde con la misma seriedad con que se discutía la Constitución.

 

El tiempo, como siempre, hizo de las suyas. Lo que comenzó siendo rebeldía terminó convertido en tradición, y el cachaco, aquel joven que agitó ideas liberales, acabó transformado en el guardián del decoro y la etiqueta. La elegancia se institucionalizó, el humor se volvió discreto y la ironía reemplazó la pasión. Así nació el mito del bogotano de porte sobrio, de palabra medida y de abrigo impecable.

 

Aun así, sería un error creer que el cachaco pertenece solo a los apellidos capitalinos. Bogotá, desde sus orígenes, fue un mosaico de inmigrantes, de mestizos, de artesanos y soñadores. Las familias que dieron forma a su élite venían de todas partes: de Cartagena, del Socorro, de Cali. Quien hable hoy de “bogotanos puros” no hace sino exhibir una confusión pretenciosa; la capital nunca fue de sangre limpia, sino de mezcla brillante.

 

Con el paso de los años surgió otro término, más reciente y menos ceremonioso: “rolo”. Algunos lo atribuyen a una broma sobre los cuerpos rollizos de mediados del siglo XX; otros, a una simple necesidad de abreviar el gentilicio. En cualquier caso, la diferencia entre ambos —dicen los que saben y los que no tanto— es más una cuestión de tono que de historia. Si para los costeños cachaco es cualquier persona del interior, “rolo” quedó reservado para el bogotano propiamente dicho, con su acento plano, su paciencia moderada y su amor por el frío.

 

Hoy, cuando los descendientes digitales de aquellos jóvenes de 1833 posan frente a una pantalla en lugar de un espejo, el término sigue vivo, aunque transformado. El cachaco moderno ya no teme parecer liberal ni teme parecer elegante; ha aprendido que ambas cosas pueden coexistir, incluso en una videollamada con mala conexión. Lo que permanece es el gesto: la voluntad de sostener la compostura en medio del caos, de responder con ironía en lugar de gritos, y de encontrar en el porte —no en la ropa— una forma de resistencia.

 

Porque si algo enseña esta historia es que el cachaco, más que un personaje, es un espejo: refleja las tensiones, las aspiraciones y los delirios de una ciudad que siempre quiso ser europea, pero terminó inventándose a sí misma entre el barro y la bruma.

 

En el libro se presenta una encuesta, una serie de tipologías y reflexiones finales.

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