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PRESIDENTES DE COLOMBIA La verdad nada más que la verdad

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En Colombia, la silla presidencial es un mueble mágico: todo el que se sienta allí promete transformar el país, pero al poco tiempo el país termina transformándolo a él. Los últimos siete presidentes son prueba viviente de que gobernar aquí es más un acto de equilibrismo circense que una tarea administrativa. Entre discursos grandilocuentes y realidades testarudas, cada gobierno ha dejado su rastro… y también sus risas involuntarias.


Cada presidente llega con un manual distinto, casi siempre escrito en letra pequeña y con capítulos tachados. Unos juran que vendrán tiempos mejores; otros, que la seguridad es la panacea universal; y alguno que otro insiste en que “vamos por buen camino” mientras los ciudadanos miran alrededor buscando ese sendero mítico que nadie logra encontrar. En Colombia, los caminos son muchos, pero ninguno es recto.


Los planes de gobierno funcionan como listas de mercado: al inicio nadie quiere olvidar nada, pero a mitad del mandato ya no se sabe qué se compró, qué se perdió y qué se dañó antes de llegar a la nevera. Cada presidente agrega su ingrediente secreto, normalmente incomprensible para el resto del país, pero defendido con pasión casi religiosa.


Y no es que no lo intenten; intentar, intentan. Lo que pasa es que gobernar en Colombia es como intentar abrir un coco con cucharita: posible, sí, pero reservado para optimistas temerarios. Los últimos mandatarios han buscado dejar huella, aunque a veces esa huella termina pareciéndose más a un rayón torcido en la pared que a un mural histórico.


Eso sí, pocas cosas unen tanto a los colombianos como la tradición de indignarse con el presidente de turno. Es un deporte nacional, practicado con disciplina, constancia y gran creatividad. Cada mandatario ha pasado del estatus de “esperanza brillante” al de “villano oficial” en tiempo récord, como si la nación entera participara en una telenovela política sin capítulos de relleno.


En cada gobierno hay promesas que nacen con esperanza y mueren de desnutrición política. Programas que empiezan como epopeyas y terminan como notas al pie. Y discursos que, con el paso del tiempo, suenan más a realismo mágico que a hoja de ruta. La mediocridad —o la percepción de ella— se ha convertido en una especie de sintonía nacional que todos reconocen al primer acorde.


Aun así, cada presidente mantiene la fe de que su mandato será recordado con cariño. Nada más optimista. La memoria colombiana es un ventilador que da vueltas rápido, hace ruido y señala en direcciones caprichosas. Al final, todo queda archivado en esa colección emocional llamada “Historia Nacional”, donde las medallas brillan menos que las contradicciones.


Esta colección de siete libros no pretende destruir reputaciones ni dictar sentencias, sino mirar la historia con el humor que la realidad exige. Porque si algo han demostrado los últimos mandatos es que, en Colombia, la política no se estudia: se sobrevive. Y ya que hay que sobrevivirla, lo mínimo es hacerlo con una sonrisa irónica en la cara.

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