Carrito de la compra
Loading
Persona, la alimentación de las palomas y parque

Chica menos 10

Ayer, con la lluvia al acecho y el cielo amenazando chaparrón, abandoné mi paseo romántico por la playa. Puse pies en polvorosa —una expresión que me encanta porque suena como a escena de dibujos animados con nube de polvo incluida— y emprendí el regreso a casa, esquivando gotas y charcos, como si la vida me persiguiera con una manguera en mano.


Pero el verdadero chaparrón no fue el del cielo, sino el que presencié a medio camino.


Una chica, aparentemente inocente y amable, le daba unas chuches a un grupo de palomas que pululaban por ahí. Un gesto sencillo, empático, casi tierno. Hasta que, desde una ventana, un tipo la empieza a llamar cerda. Que por qué no se las lleva a su casa. Que qué asco. Que tal y que cual. Y desde la esquina, otro paisano, espectador con alma de coro griego, apostilla: “Sí, sí, llévatelas a casa”. Eso sí, sin llamarla cerda. Un detalle, pensé. Qué considerado.


Y entonces, como si me hubieran pinchado con una antena de televisión oxidada, me saltaron las preguntas:

¿Qué es esto? ¿Edadismo? ¿Sexismo? ¿Un elitismo ecológico de baratillo? ¿O simplemente amargura con wifi?

¿Por qué esta necesidad tan gratuita de humillar? ¿De gritar desde las alturas como si uno viviera en un púlpito moral permanente?


Muchos tildan a las palomas de ratas del cielo. Animales despreciados, olvidados, que un día fueron mensajeras de guerras, portadoras de secretos, símbolos de paz. Hoy, apenas unas sombras cohabitantes de nuestras plazas. ¿Será que cuando algo deja de servirnos, dejamos también de respetarlo?


Me pregunto si este tipo de actitudes nacen en pueblos pequeños donde todo se ve, o si en las grandes ciudades también sale de paseo la estupidez humana. Mi intuición dice que la imbecilidad no distingue código postal.


Y entonces aparece ella: La Tía de la Vara que llevo dentro. Esa justiciera que quiere bajar a poner orden, a repartir decencia a palos, a decirle a ese hombre de la ventana: “Tú lo que necesitas es una buena cebolla”.


Sí, porque a veces me dan ganas de reencarnarme en una cebolla bien potente. Que cuando esta gente me pique en juliana, lloren. Pero no por el escozor, sino porque, aunque sea por un segundo, se vean vulnerables. Que sientan lo que no se permiten sentir: la empatía, la vergüenza, el respeto.


Y sin embargo, luego veo pelis como La delicadeza y pienso que lo importante es avanzar. Que no puedo pasarme la vida con el látigo en mano. Que quiero vivir ligera, sin atarme a la frustración ajena.

Pero… ¿hasta qué punto me puedo permitir el lujo de meterme donde no me han llamado? ¿Cuándo es el momento de callar y cuándo el de intervenir? ¿Dónde se dibuja la línea entre ser entrometida y ser humana?


No tengo la respuesta. Solo sé que ayer, bajo la amenaza de lluvia, fui Chica menos 10. Menos paciencia, menos tolerancia, menos ganas de quedarme callada.


Y quizás, solo quizás, ese sea el primer paso para ser más yo.



Pingüino rayado azul y blanco, pájaro amarillo con gorrito, y gato marrón con pijama rayado blanco y rojo

 © 2025, TITÁNICA