Las canciones tratan del amor. No hay otra certeza más constante, más reincidente, más universal. La primavera la sangre altera y, con ella, la melodía del mundo entero.
Creer que una orilla más lejana es alcanzable desde aquí. Eso es el amor, eso es la música. Cada acorde, cada estribillo, una promesa de algo más: un beso suspendido en un puente de notas, un adiós que se convierte en eco, una caricia que aún vibra en las cuerdas de una guitarra.
Las baladas susurran esperanzas en noches de farolas tristes. El rock grita nombres entre el rugido de motores y juventud desbocada. El jazz improvisa entre el vaivén de encuentros y despedidas. Y el pop, el pop es un espejismo de lo que queremos que dure para siempre.
Todo suena al mismo anhelo: una mano que sostiene otra, un corazón que encuentra su latido reflejado en otro pecho.
Porque el amor, como la música, se repite sin repetirse, se transforma y nos transforma, y aunque tantas canciones hablen de él, aún seguimos escuchándolas como si fuese la primera vez.
Como diría Seamus Heaney en sus versos:
"Llévame de vuelta a cuando el amor era una cosa tan simple como recoger moras maduras, cuando el roce de las manos en el follaje era un presagio más dulce que cualquier palabra."
La música y el amor comparten esa misma inocencia, esa promesa de plenitud suspendida en el aire.