Carrito de la compra
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Ascensor, luz roja y brillar

El edificio de los ascensores dormidos

Había una ciudad sin noche. El cielo estaba siempre encendido, pero no por estrellas: por farolas, por notificaciones, por agendas que nunca descansaban. En medio de ella, una joven —quizás eras tú— trabajaba en el último piso de una oficina creativa. Allí se diseñaban ideas frágiles: melodías enredadas en helechos, campañas de ternura radical, papeles con dibujos que solo se entendían al tocarlos.


Una tarde, cuando fue a bajar al hall para tomar un café, notó que todos los ascensores se habían parado. Las luces intermitentes decían algo en código: “no subas más por ahora”. Decidió bajar por las escaleras, pero cada planta mostraba escenas ligeramente deformadas de su vida: una cafetería donde nadie la miraba a los ojos, una entrevista que se repetía en bucle, una calle donde la buscaban y no por algo bueno.


Al llegar a la planta baja, había barricadas. Una mujer sin rostro custodiaba la entrada con una bufanda hecha de “nos” y de “todavía no”. Parecía querer terminar con todo lo que se gestaba allí dentro: los proyectos, los sueños, los latidos.


Uno a uno, quienes intentaban salir eran tocados por su mano, y quedaban momentáneamente ciegos. No era una ceguera dolorosa, sino como si el mundo se volviera blanco, como un cuaderno antes de la primera palabra.


La joven tembló, pero no retrocedió. Se metió la mano en el pecho —literalmente— y de allí sacó un corazón nuevo. Estaba aún tierno, despellejado, latía como un tambor temeroso. Lo sostuvo en alto. Y al hacerlo, el edificio se estremeció.


No estoy aquí para huir ni para luchar”, dijo.

Estoy aquí para mudar.”


La mujer sin rostro se disolvió en una ráfaga de aire salado. Como si nunca hubiera sido enemiga, sino aviso. Las barricadas se abrieron y una brisa marina llenó los pasillos. Era San Antonio, o quizás algún rincón de costa en el que alguna vez soñaste con volver a empezar.


Los ascensores seguían sin funcionar, pero ya no hacían falta.


La joven —tú— salió al paseo marítimo, con el corazón recién mudado en las manos. La brisa lo fue secando. Lo nuevo duele un poco, pero huele a limpio. Y en una roca, grabado como grafiti por quien sabía esperarla, leía:


“Cuando mudo mi corazón, lo que queda es tu amor.”


Y al leerlo, la ceguera se volvió visión.

Y el cuerpo, casa.

Y la espera, semilla.



Pingüino rayado azul y blanco, pájaro amarillo con gorrito, y gato marrón con pijama rayado blanco y rojo

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