Había una vez una joven llamada Elvira que, sin saber muy bien por qué, empezó a sentirse extraña en su propio paisaje. No era una persona quien le había herido. Nadie había dicho nada abiertamente hostil. Pero había algo. Un gesto que no supo interpretar, un silencio demasiado largo, una presencia que no encajaba.
No podía ponerle nombre. Al principio, pensó que era cosa suya. Que estaba demasiado sensible, o cansada. Pero al cabo de unos días, esa sensación seguía ahí: una especie de fricción invisible, una piedrecita en el zapato emocional.
Un atardecer, se sentó en un banco frente al río. Observando el movimiento del agua, se permitió decir en voz baja:
—No sé qué es, pero esto me incomoda.
Fue como si esas palabras abrieran una ventana. No traían una solución, pero aflojaban el nudo. Nombrar, aunque fuera vagamente, le devolvía parte de su poder.
Esa noche no se esforzó en entender. No trató de atar cabos ni hacer listas de pros y contras. Se dijo:
—Puedo estar así, sin tener todas las respuestas.
Y así se quedó. Sintiendo. Respirando. De a poco, la presión interna empezó a disiparse.
Con el paso de los días, Elvira comenzó a observar desde cierta distancia. Se preguntó:
—¿Esto que siento viene de ahora o de algo más antiguo? ¿Qué parte de mí se está tocando?
Y al hacerse esas preguntas sin exigencia, algo se ablandó. Comprendió que a veces el malestar no pide ser resuelto, sino acompañado.
Entonces llegó el momento de elegir. Había quien le sugería hablar, confrontar, accionar. Pero Elvira sintió que no era necesario. No esta vez.
—No tengo que cambiar todo lo que me incomoda —pensó—. Hay cosas que puedo simplemente dejar pasar.
Ese día salió a caminar por un bosque cercano. El viento acariciaba los árboles y había una luz suave entre las ramas. Allí, sin grandes revelaciones, Elvira volvió a sentirse ella. Volvió a su centro.
—Esto no me define —murmuró—. Puedo estar bien sin entenderlo todo.
Y hay otra historia titánica, que quizá también sea la suya, o la de cualquiera de nosotras:
Un día te despiertas y te das cuenta de que ya no estás en las calles conocidas. Durante mucho tiempo caminaste por caminos pavimentados, con carteles claros, con sentido. Pero ahora estás en medio del bosque. No hay señales. No hay huellas.
Al principio, te entra el pánico. Piensas que hiciste algo mal. Que te perdiste. Pero con el tiempo, comprendes que el bosque no es el error, sino el siguiente capítulo.
Allí no hay mapas. Solo intuición. Y aunque al principio duela, también hay una extraña libertad en no saber. Porque en el bosque, cada paso es descubrimiento. Cada día, un ensayo.
No corras para salir. Quédate un poco. Mira los troncos, escucha el crujir del suelo. Déjalo desafiarte. Déjalo cambiarte.
Y cuando salgas, no serás la misma. Serás más tuya.
Porque a veces, lo que molesta no es una persona, ni un gesto, sino el eco de estar cambiando. Y eso, aunque duela, también es parte del viaje.