Carrito de la compra
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Sapos comunes

El vendedor de baratijas y el tren de los paisajes

Había una vez un tren que recorría los paisajes más hermosos del mundo. Cruzaba montañas cubiertas de niebla, ríos que brillaban como espejos y campos de flores que bailaban con el viento. En cada estación, los viajeros podían bajar, estirar las piernas y admirar la belleza que les rodeaba.


Pero en cada parada, también aparecía un vendedor de baratijas. Era un personaje peculiar: a veces tenía forma de sapo con voz rasposa, otras veces de un diablillo con una sonrisa burlona, y en ocasiones, se disfrazaba de una niña con risa histérica. Siempre intentaba llamar la atención de los pasajeros con su mercancía: espejitos que deformaban el reflejo, joyas que se deshacían en polvo y amuletos que prometían protección pero pesaban como cadenas.

—¡No puedes seguir viajando sin esto! —decía con insistencia—. ¿Y si te equivocas? ¿Y si los demás se ríen de ti? Mira, este espejo te mostrará cómo realmente te ven los otros. ¿No es espantoso?


Algunos pasajeros, inseguros, compraban sus productos y se quedaban revisándolos durante todo el trayecto. No veían los bosques ni los mares porque estaban demasiado ocupados frotando los amuletos y observando su reflejo distorsionado.


Pero había otros que, aunque escuchaban su voz, elegían seguir caminando sin detenerse. Se subían al tren sin mirar atrás, sabiendo que, aunque el vendedor siempre estaría en cada estación, no estaban obligados a comprarle nada.


Un día, una mujer que había pasado años comprándole al vendedor decidió hacer algo diferente. En lugar de escuchar al sapo parlanchín, al diablillo burlón o a la niña chillona, imaginó otro grupo de viajeros en el tren. No eran cualquiera, sino sus sabios personales: una anciana que tejía historias con paciencia, un amigo que siempre la animaba a seguir adelante y un maestro que le recordaba cuánto había aprendido.

—¿Qué harían ellos? —se preguntó. Y en su mente, los vio sonriendo, disfrutando del viaje sin dejarse distraer por el vendedor de baratijas.


Desde ese día, cada vez que el tren se detenía, ella respiraba hondo y pasaba de largo. Aprendió que tratarse bien no era fácil, pero que valía la pena. Dejó de llamarle "egoísmo" a su timidez, dejó de buscar errores cuando todo fluía bien, y dejó de hurgar en su piel buscando defectos donde apenas había nada. Sabía que el vendedor nunca desaparecería del todo, pero también que tenía el poder de ignorarlo. Porque la verdadera aventura estaba en el paisaje, en el viaje, en la libertad de mirar hacia adelante sin cargar con baratijas que no valían la pena.


Y así, la mujer pájaro extendió sus alas y siguió viajando, con el viento a favor y el corazón ligero.



Pingüino rayado azul y blanco, pájaro amarillo con gorrito, y gato marrón con pijama rayado blanco y rojo

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