Queridos amigos y amigas Titánicas, los gatos son unos auténticos suertudos: tienen la vida resuelta. Observémoslos un momento: duermen bocabajo con estilo, se relacionan con independencia pero con afecto, saben exactamente cuándo moverse y cuándo quedarse quietos. Mientras tanto, nosotros, la supuesta especie superior, nos hemos enredado en una maraña de burocracia, trabajo, éxito vacío y una competencia sin sentido. ¿Para qué? Para esclavizarnos a nosotros mismos y al prójimo, para acabar sumidos en guerras y pirulas varias.
Hablemos en serio: ¿cuál es el origen del trabajo? ¿En qué momento vivir dejó de ser suficiente y se convirtió en una carrera para acumular coches, chalets en primera línea de playa y viajes exóticos que luego exhibimos como trofeos? ¿Desde cuándo el éxito es sinónimo de palmaditas en la espalda y fotos perfectas en redes? Lo más absurdo es que, mientras tanto, todo sigue siendo mucho más simple de lo que nos han hecho creer.
Lo mismo ocurre con el arte. El arte es amor, es creación, es una forma de expresarnos para conectar y compartir. Pero en algún punto se convirtió en una industria, en un mercado donde lo que importa no es lo que se siente sino lo que vende. ¿Cuándo empezamos a alimentar egos en lugar de espíritus? Un artista debería ser como una madre que amamanta a su hijo: crear para nutrir el alma, no para llenar el bolsillo de un mecenas moderno o inflar seguidores.
Mientras tanto, nuestra mente se entretiene con el chupete digital del móvil, buscando sentido en un scroll infinito. ¿Y si miramos a los gatos otra vez? Ellos lo tienen claro: disfrutan sin culpa, sin ansiedad, sin el peso de demostrarle nada a nadie. Ojalá ser más corriente, ojalá ser más gato. Pero qué se le va a hacer, algunos nacemos salmón y ya sabemos dónde acabamos: en la tarrina del minino que sí se da la buena vida.
