En una pequeña calle olvidada por el tiempo, donde las hojas crujían bajo los pasos de los paseantes distraídos, vivían una farola y un árbol. No habían elegido estar juntos, pero el destino los había colocado allí, uno al lado del otro, en una de esas esquinas donde el mundo apenas se detiene a mirar.
El árbol, fuerte y orgulloso, había crecido con raíces profundas y ramas que se mecían con el viento. La farola, delgada y erguida, se mantenía firme, iluminando con su luz pálida las noches de la ciudad. Durante años, coexistieron en silencio, cada uno cumpliendo su función sin interferir en la existencia del otro.
Hasta que un día, la farola, cansada de su rígida postura, empezó a inclinarse. Poco a poco, sin que nadie lo notara, fue cediendo al peso de los años y del óxido. Y cuando ya no pudo sostenerse más, terminó apoyándose en el árbol.
El árbol se estremeció. Nunca nadie lo había abrazado de esa manera. Sintió el metal frío presionando su tronco y, por primera vez, entendió la fragilidad de su compañera de esquina.
—¿Estás bien? —preguntó el árbol, sorprendido por su propia voz.
La farola titiló levemente antes de responder.
—Creo que no me queda mucho tiempo —susurró—. Me inclino hacia ti porque ya no puedo sostenerme sola.
El árbol, conmovido, envolvió la farola con sus ramas. No estaba acostumbrado a sostener algo más que el cielo, pero en ese instante comprendió que no siempre se trata de ser fuerte por uno mismo, sino de compartir la fortaleza con quien la necesita.
Pasaron los días y las estaciones. La farola, lejos de desplomarse, encontró un nuevo equilibrio en el abrazo del árbol. Él, en cambio, aprendió a sentir la luz en su corteza, a disfrutar del cálido resplandor que se filtraba entre sus hojas en las noches de luna nueva.
Juntos, desafiaron al tiempo. La ciudad apenas reparaba en ellos, pero en aquella esquina olvidada, un árbol y una farola habían descubierto algo que pocos entienden: a veces, los abrazos inesperados sostienen más que las raíces.