Imagínate en un quirófano cualquiera. Ahí está el cirujano El Zorro, que deja su inconfundible firma en cada paciente: una elegante Z tallada con precisión. A su lado, en la sala de traumatología, El Picapiedras resuelve fracturas a mazazos, fiel a su estilo prehistórico. Y si necesitas una dentista, mejor que no te toque La Pirata, que extrae muelas con un garfio en lugar de fórceps.
Pero… ¿qué pasaría si la gente común tuviera superpoderes? ¿Los usarían para el bien, para el mal o simplemente para ahorrarse molestias?
Porque, seamos honestos, si tuviéramos habilidades extraordinarias, ¿realmente nos lanzaríamos a salvar el mundo? Lo dudo. Más bien las emplearíamos en nuestro día a día de la forma más absurda posible.
Por ejemplo, el jedi doméstico. No necesita moverse del salón porque con un leve gesto de la mano, el salero vuela hasta su plato. O el teletransportista perezoso, que pasa más tiempo decidiendo a dónde ir que en usar su poder. Lo peor es que siempre termina en el mismo sitio: la cama.
Luego están los que hacen del mundo su confesionario. El curador invisible, como un cura o una monja, perdona a todos y ve lo que otros no ven. Te cruzas con él y, sin que lo pidas, te absuelve: "No pasa nada, todos cometemos errores". Pero… ¿qué error? ¡Si yo solo estaba caminando!
Y es que la invisibilidad y el vuelo están pasados de moda. Ahora es momento de poderes más útiles.
Visualiza al rebobinador de conversaciones. Dices una barbaridad en la cena familiar, sientes el incómodo silencio… pero con un chasquido de dedos, rebobinas y nadie se entera. O la maestra del suspense, que logra convertir cualquier historia cotidiana en un thriller de Hitchcock: "Y entonces… abrí la nevera… y… no quedaba leche".
Sin olvidar al opinador universal, que se mete en todas las discusiones con datos sacados de Wikipedia. Siempre tiene razón, aunque la mitad de sus fuentes sean dudosas.
Pero basta de poderes. Cambiemos de tema. Hablemos de la libertad.
Un transeúnte encuentra una bombilla fundida y un libro de cuentos. La bombilla en su mano. El libro en la otra. Piensa en voz alta: "La libertad brilla por su ausencia". Hojea el libro: "Todo son cuentos que nos han inculcado". Porque, ¿y si la libertad fuera como una bombilla? ¿Se funde con el tiempo? ¿Nos la cambian sin darnos cuenta?
Mientras tanto, en una mesa familiar, alguien se levanta antes de comer y dice:
"Gracias por estos alimentos que fueron cultivados por X, que vinieron desde Y, que fueron transportados por Z, vendidos al módico precio de XY, cocinados por XZ y servidos por XX."
Silencio.
Hasta que un niño, con toda la sinceridad del mundo, pregunta: “¿Y ahora podemos comer?”
Y es que vivimos en una era extraña. Sequía mundial, pero duchas eternas para quienes se creen bendecidos. Personas agradables en peligro de extinción. "Yo soy agradable intermitente. Demasiado dulce, te comen; demasiado amarga, te escupen".
Pero, ¿sabes qué? Todo cambia cuando afrontas algo con ilusión y no con miedo. ¿Ves esta cáscara de plátano en el suelo? Para muchos es un accidente esperando ocurrir. Para mí, una oportunidad de mejora. Resbalarse es aprender (aunque a veces de forma abrupta).
En eso seguimos, intentando encontrar equilibrio. Buscando formas de no convertirnos en piezas de Lego sin movimiento. Practicando acroyoga para contrarrestar tanto estímulo. Porque sin movimiento, nos volvemos rígidos, encajados, inmóviles.
Y en medio de todo esto, alguien necesita su soledad iluminadora. "Déjame solo un rato para concretarme. En el tumulto se me va el foco".
Ah, y no olvidemos la mentira de los grandes. Esa que, cuando la dice un adulto, todo el mundo respeta: No tengo tiempo...
Mientras tanto, el año sigue devorándolo. Y, como diría Mafalda, cada día está más flaco.