Carrito de la compra
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Sol, nubes y cielo

Nico y el camino más corto

Había una vez un caminante testarudo llamado Nico, que siempre tomaba el camino más corto, sin importar cuántas veces las señales, los animales o incluso el clima le advertían que era mala idea.


Una mañana, Nico salió temprano de su cabaña en busca de un viejo molino que, según los rumores, escondía un cofre lleno de historias antiguas. El cielo estaba despejado, pero las gaviotas volaban en círculos y chillaban como si estuvieran riéndose de algo que él no entendía.

—¡Bah! —exclamó Nico al verlas—. Seguro que están discutiendo entre ellas por alguna migaja.


Cruzó una colina y llegó al sendero que bordeaba un campo lleno de ortigas. Las hojas brillaban al sol con un aire amenazante, como si estuvieran planeando un ataque colectivo. Las gaviotas gritaron más fuerte, esta vez tan cerca que Nico casi sintió sus carcajadas sobre su hombro.

—No voy a rodear todo este campo por ustedes —les dijo, como si las aves pudieran entenderle.


Con un paso decidido, puso un pie entre las ortigas. Y luego otro. Y otro. Al tercer paso, un escozor furioso le subió por las piernas.

—¡Ah! ¡Malditas plantas! —gritó Nico, saltando torpemente entre las ortigas, como si con cada salto pudiera vengarse del daño infligido.


Cuando por fin llegó al otro lado del campo, con las piernas rojas y llenas de picaduras, se dejó caer en una roca y miró al cielo. Las gaviotas seguían allí, dando vueltas como si aplaudieran su infortunio.

—Vale, se rieron —murmuró, frunciendo el ceño—. Pero sigo adelante.


El cielo comenzó a oscurecerse, y un trueno lejano resonó como un aviso. Nico miró hacia el molino que estaba a lo lejos, apenas visible bajo un cielo cada vez más gris.

—Pues ahora sí que no voy a detenerme —dijo en voz alta, como si alguien estuviera cuestionándolo.


Con las piernas todavía ardiendo, se levantó y siguió caminando.


La tormenta lo atrapó a mitad de camino. La lluvia caía como si el cielo estuviera tratando de lavarle las heridas, pero el barro bajo sus botas hacía que cada paso fuera más difícil. Aún así, Nico no se detuvo.

Al llegar al molino, encontró la puerta medio abierta. Dentro, todo estaba oscuro y olía a madera vieja. Avanzó con cautela hasta una sala llena de estanterías, donde en lugar de cofres encontró libros apilados, cada uno con títulos que contaban secretos, leyendas y caminos menos conocidos.


Nico se dejó caer en una silla desvencijada y agarró el primer libro que encontró. Entre sus páginas, descubrió un mapa del campo que acababa de cruzar. Había un camino dibujado, claramente marcado, que rodeaba las ortigas.

—¿En serio? —dijo, dejando escapar una carcajada amarga.


Esa noche, mientras la tormenta rugía afuera, Nico leyó hasta quedarse dormido. En sus sueños, las ortigas se agitaban como si aplaudieran y las gaviotas reían con tal intensidad que casi las escuchaba por encima del viento. Pero, en algún rincón de su mente, entendió algo.


A veces, no se trata de evitar los campos de ortigas o de ignorar las risas de las gaviotas. Se trata de atravesarlos, aprender la lección y seguir adelante. Porque aunque te escuezan las piernas y las gaviotas se burlen, lo importante es que al final llegaste a donde tenías que estar.


Y, quién sabe, tal vez la próxima vez, Nico miraría el mapa antes de caminar. O tal vez no. Porque algunas personas necesitan sentir el quemazón para aprender.



Pingüino rayado azul y blanco, pájaro amarillo con gorrito, y gato marrón con pijama rayado blanco y rojo

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