¿Qué hago con él? Una pulserita de trenzas, venga. Y cuando me doy cuenta, el extremo se termina. Dejo el inicio cerrado por un nudito, el final abierto. La muerte debería ser de final abierto.
Entras en trance cuando haces algo manual, cuando implicas al cuerpo. El ruido de la mente empieza a sonar más y más lejos. Te muestra algún capítulo de vida, te presenta proyecciones, pero tú a lo tuyo, a la trenza. Trenzas y destrenzas, haces tu caminito. Al final, todo es un ciclo: entrelazar, soltar, rehacer. Como los pasos en un paseo o los instantes que se van sucediendo, uno tras otro, sin prisa.
Ayer, en un paseo zen por el parque, todos los perretes se acercaban a saludar. Un desfile de hocicos curiosos y colas enérgicas. Será que me estoy volviendo una persona calmada no solo por fuera, sino también por dentro. Qué listos son. Perciben las vibraciones, leen lo que uno siente antes de que uno mismo lo entienda. Y yo, sin darme cuenta, sigo trenzando momentos de paz en mi día a día.
Hoy, cacao volador. Como todo en la vida, un descuido, un resbalón. Coges el recipiente, se escurre de entre tus manos y la holy party marrón frente a tus ojos. Pero ahora no te machacas, te ríes, limpias el lío y te tomas un cacao bien rico con lo que ha sobrevivido. Como en la vida, no todo se pierde: lo que queda sigue siendo suficiente. Cuidadín con los reflejos alcanzados, que tan solo un puñado se desparramó, y aquí seguimos, trenzando, caminando, dejando que las cosas fluyan.