Familia Titánica, en los últimos años, muchas ciudades españolas, desde las más grandes como Madrid, Vigo y Palma de Mallorca hasta pueblos más pequeños, han optado por incrementar el presupuesto destinado a la iluminación navideña. Es una tradición que llena las calles de color, creando un ambiente festivo que atrae tanto a los locales como a los turistas. Sin embargo, detrás de esta ostentosa decoración, se esconde un precio que no siempre es visible: el impacto medioambiental.
La huella de carbono de las luces navideñas no es algo trivial. Aunque muchas ciudades promueven el uso de LED de bajo consumo para reducir el gasto energético, el incremento en el número de luces y la extensión de las decoraciones generan una contaminación lumínica que afecta a toda la ciudad. En palabras sencillas, el brillo de estas luces impide que podamos disfrutar del cielo nocturno y contribuye al desajuste de los ecosistemas, desorientando a aves migratorias y alterando los ciclos naturales de diversas especies.
Recuerdo que, de pequeña, las luces navideñas eran algo especial. No era la exuberancia de hoy, pero me deslumbraba su belleza sencilla. Era un momento mágico, sin la necesidad de deslumbrar a todo el vecindario con una potencia desmesurada. Pensar en esas fiestas tan simples y genuinas me hace cuestionar: ¿es realmente necesario tanto alumbrado? ¿Nos hemos olvidado del espíritu de unión y amor que una vez fue el núcleo de la Navidad, en favor de una fiebre consumista que parece no tener fin?
A medida que las ciudades aumentan sus presupuestos para iluminar las fiestas, se incrementa también el consumo, y la presión sobre los ciudadanos para gastar en una época donde muchas veces las finanzas no dan para más. Los comercios locales, aunque beneficiados por el flujo de consumidores atraídos por las luces, también se ven atrapados en un ciclo de sobreexplotación que perpetúa el consumo desmedido. ¿El verdadero espíritu navideño se mide en la cantidad de luces en las calles o en la calidad de los momentos compartidos con los seres queridos?
A su vez, el brillo desmesurado de la ciudad afecta también al bienestar físico. La contaminación lumínica es más que una molestia visual; estudios han demostrado que interfiere con los ciclos de sueño y contribuye a trastornos del ritmo circadiano. Mientras nos distraemos con las luces, olvidamos que hay seres vivos más vulnerables, como los pájaros nocturnos, que sufren con esta sobrecarga de luz artificial.
Es irónico pensar que, con todo este alarde de brillo, las estrellas que decoraban nuestros cielos durante la infancia parecen hoy invisibles. Quizás el verdadero problema no esté en la cantidad de luces, sino en lo que representan: un consumo exacerbado, una sobreexcitación constante y, sobre todo, un distanciamiento de lo que realmente importa en estas fechas: la conexión humana y el agradecimiento por lo que tenemos.
Este año, me atrevería a proponer un retorno a lo sencillo. ¿Por qué no elegir luces más modestas, que dejen espacio para la quietud y la imaginación? Volvamos a esas Navidades donde la sencillez se convertía en magia, donde el tiempo compartido con nuestros seres queridos y la tranquilidad de la noche eran el mayor regalo. Quizás, en este ejercicio de moderación, redescubramos el verdadero espíritu navideño, aquél que no necesita brillar tanto para ser apreciado.
Es posible que la respuesta a todas estas dudas esté en encontrar un equilibrio. Y no, no soy el Grinch, solo creo que es hora de que reflexionemos sobre lo que realmente queremos celebrar. En conclusión, el mejor regalo que podemos darnos es el de la sencillez, la conciencia y el amor genuino.
¡Feliz Navidad y un abrazo muy fuerte!