La tienda estaba vacía cuando entré. O casi vacía. Una luz mortecina iluminaba el mostrador donde una dependienta de rostro impasible archivaba papeles. Me aclaré la garganta y deslicé sobre el vidrio un puñado de recibos arrugados.
—Vengo a hacer una devolución.
Ella levantó la vista. Con un gesto mecánico, tomó los papeles y empezó a revisarlos uno por uno. Sus uñas, afiladas y carmesí, repiqueteaban contra la superficie.
—Lo siento —dijo sin levantar la mirada—. Pasados dos, tres años, ya no admitimos devoluciones.
Me reí, nervioso.
—No, no. Debe haber un error. Tengo el resguardo, la cuenta de nuestra primera cita, el ticket de los primeros pendientes que le regalé.
Empujé los papeles hacia ella, como si fueran pruebas irrefutables en un juicio. Pero su expresión no cambió.
—Demasiado tarde —repitió.
—¿Y ahora qué hago?
Cruzó los brazos, inclinó la cabeza. Sus ojos, oscuros como una promesa rota, me recorrieron con una mezcla de lástima y hastío.
—Puede intentar arreglarlo —sugirió con voz neutra—. Aunque le advierto que el servicio técnico del amor está colapsado. Y no garantizamos repuestos originales.
Miré alrededor. En las estanterías, otras almas confundidas hojeaban catálogos de promesas, garantías vencidas, manuales de instrucciones incompletos.
—No hay plan B, ¿verdad? —murmuré.
—El amor nunca tuvo garantía, caballero.
Asentí, recogí mis papeles con un suspiro y me dirigí a la salida. Afuera, la ciudad seguía girando en su caos ordenado. No quedaba más remedio: si no había devolución posible, tocaría aprender a vivir con el desperfecto.