¿Amigas y amigos Titánicos, sabíais que la mayoría de los traumas que llevamos cargando como una mochila emocional fueron adquiridos antes de que pudiéramos siquiera atarnos los zapatos? Sí, entre los 0 y los 3 años, cuando la mayoría de tus grandes preocupaciones giraban en torno a dónde está ese juguete tan reconfortante o cuándo llegará el próximo biberón.
Bienvenidos a la fábrica de personalidades
Durante los primeros tres años de vida, el cerebro humano es como una esponja que no solo absorbe el entorno, sino que lo graba a fuego lento en sus circuitos. Este periodo es crucial porque:
- Estamos desarrollando nuestra personalidad, esa mezcla de rasgos que te hacen gritar "¡esa soy yo!" en el espejo.
- Estamos aprendiendo cómo confiar (o desconfiar) del mundo que nos rodea.
- Estamos descubriendo que llorar puede conseguirnos atención... o hacernos sentir invisibles.
En esta etapa, las experiencias con nuestros cuidadores —ya sea que nos abrazaran cuando teníamos miedo o que nos dejaran llorando porque el bebé del vecino era más fotogénico— sientan las bases de cómo lidiamos con el amor, la confianza y, bueno, las pequeñas catástrofes de la vida adulta, como quedarse sin Wi-Fi.
Los grandes clásicos del trauma infantil
Algunos de los hits más populares en la playlist de traumas de 0 a 3 años incluyen:
- El clásico abandono emocional. Tus padres estaban ahí físicamente, pero emocionalmente... estaban en otro planeta (quizás, Marte). Resultado: de adulto, tienes la necesidad constante de agradar a todo el mundo.
- El síndrome del "no se vale". Te quitaron el chupete, el juguete o la cucharada extra de puré. Hoy, cada vez que alguien se lleva tu idea en el trabajo, tu niño interior quiere gritar: "¡Eso era mío!".
- El drama del pañal sucio. Nadie llegó a tiempo para cambiarlo. Aprendiste (muy temprano) que a veces la incomodidad hay que llevarla en silencio.
¿Podemos culpar a nuestros cuidadores?
Bueno, sí y no. Por un lado, claro que influyeron. Por otro lado, criar a un ser humano es una tarea compleja. Es como tratar de montar un mueble del Ikea sin instrucciones, mientras alguien grita, llora y te lanza puré de zanahoria.
Además, muchos de los traumas no vienen de actos intencionales, sino de pequeños deslices. Tal vez tu cuidador no podía estar disponible emocionalmente porque también estaba lidiando con sus propios traumas. Es un círculo vicioso que pasa de generación en generación, como el molesto gen de roncar.
¿Y ahora qué hacemos con nuestros traumas?
Una vez identificados estos "recuerditos emocionales" de la infancia temprana, ¿cómo lidiamos con ellos? Os comparto algunas ideas con un toque de humor:
- Habla con tu niño interior, pero no como un "coach de Instagram". Habla con él como hablarías con un pequeño que acaba de derramar su zumo. Dile: "Tranquilo, no pasa nada. Lo hiciste lo mejor que pudiste".
- Abandona la idea de perfección. Tus cuidadores no lo hicieron perfecto, y tú tampoco tienes que ser perfecto. (Además, ¿quién decide qué es perfecto?)
- Ríete de tus traumas (cuando puedas). Sí, algunos son pesados y serios, pero otros tienen su lado cómico. ¿A quién no le parece gracioso que, de adulto, sigas peleando por el lado del sofá más cómodo?
- Busca ayuda si lo necesitas. A veces, desenredar los nudos emocionales requiere un buen terapeuta... o una buena serie de comedia que te haga sentir menos solo.
Conclusión: acepta tus traumas, pero no les hagas reverencia
Absolutamente todos cargamos alguna mochila emocional, pero ten en cuenta esto: esa mochila no tiene por qué definir cada paso que das. Puede que tus traumas se hayan forjado antes de que aprendieras a caminar, pero ahora que caminas (¡y corres!), puedes decidir hacia dónde vas.
Así que, cuando tu niño interior saque su voz y quiera llorar por el juguete que nunca le dieron, abrázalo, ponle una mantita y dile: “Lo sé, fue duro, pero estamos bien ahora. Y mira, ¡incluso podemos comprar todos los juguetes que queramos!”