Luna llena, medianoche. El aire frío de la ciudad nos envuelve mientras nos adentramos en un pequeño local lleno de libros por doquier, un rincón acogedor donde el aroma del café se mezcla con el suave murmullo de las conversaciones. La decoración es una mezcla de lo moderno con lo vintage, un espacio que invita a relajarse y disfrutar de la atmósfera única que ofrece. La música de un concierto de jazz improvisado llena el ambiente, las notas flotan por el aire, y se escuchan risas en las mesas: mi hermana y yo, disfrutando del momento.
La noche transcurre entre carcajadas y confidencias. Pero cuando el concierto llega a su fin, la cosa se empieza a descontrolar. En cuestión de minutos, los asistentes se disuelven, y nos quedamos solo cuatro gatos en el local. Entonces, entra en escena el dueño del lugar, un tipo con mirada perdida, claramente alterado por alguna sustancia, ya sea cocaína, speed o algo similar. Se le nota en la forma en que se mueve, en sus palabras desordenadas, en su energía desbordante.
Nos observa y, sin mediar mucho más, nos suelta una pregunta que nunca olvidaré: “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?”. Las palabras resuenan en el aire, y yo, atónita, simplemente observo. Mi hermana, siempre lista para sacar lo mejor de cualquier situación, empieza a hablar de sus proyectos, presentándose, haciendo promoción de sus trabajos con esa habilidad que tiene para conectar con la gente. Yo, mientras tanto, me quedo en segundo plano, observando la escena.
La cosa sigue escalando. El hombre, sin perder energía, nos pide hacer unas fotos para promocionar el local. Nos observa detenidamente, notando el parecido entre nosotras. “Ah, claro, sois hermanas”, dice, con una sonrisa extraña en la cara. Pero no se detiene ahí: las fotos no son suficientes. Quiere más, y nos lleva al baño para continuar la sesión.
Nosotras, por supuesto, ya estábamos en modo “salida”. Agradecemos la charla, pero nos vamos, cada una con su propia reflexión. Aliviadas por escapar de una situación incómoda, con una lección aprendida: hay momentos que, aunque puedan parecer inofensivos, pueden volverse extraños, y en ciertos ambientes, es mejor no dejarse llevar por el momento.
Y lo mejor de todo es que, esas fotos que nos pidió en ese estado, nunca aparecieron en las redes del local que, en su día, nos pareció encantador. Quizás, ese fue el único buen resultado de la noche: una historia para contar, una experiencia que nos recuerda que el mundo está difícil ahí fuera.
Que la música nos acompañe.