Había una vez un kiwi pequeño y algo rudo, colgado de su rama en un rincón del huerto. Aunque su piel era áspera y su forma imperfecta, aquel kiwi sentía profundamente todo lo que ocurría a su alrededor. Observaba a diario cómo los humanos paseaban por el huerto, con sus quejas y problemas, a menudo sin notar la armonía que la naturaleza les ofrecía.
Un día, mientras la brisa soplaba entre las ramas, un hombre pasó junto al kiwi. Estaba molesto porque su tornillo había perdido su sitio, y en su frustración, lanzó una queja al aire:
—¡Siempre es lo mismo! Nada se sostiene en este mundo.
El kiwi, que había escuchado demasiadas de esas quejas, pensó para sí: Si tan solo mirara a su alrededor, entendería lo que realmente importa. Entonces la brisa, cómplice de la naturaleza, le respondió al hombre llevando su sombrero lejos, hasta enredarlo en las ramas de un limonero lleno de lana.
—¡¿Qué es esto?! —protestó el hombre.
Al levantar la vista, vio algo curioso: un pequeño nido en el limonero, hecho con mechones de lana que alguien había dejado caer. Dentro, un pájaro diminuto alimentaba a sus crías con devoción. Por primera vez en mucho tiempo, el hombre dejó de quejarse. “Un simple pájaro puede hacer tanto con tan poco”, pensó.
Cerca del huerto, dos burritos sabaneros pastaban tranquilamente. Pero esa paz no duró mucho, porque un par de perros de caza, excitados por un conejo que jamás atraparían, los hicieron dar brincos nerviosos. Los burritos, irritados, se miraron con resignación.
—Esos perros nunca entienden —dijo uno.
—Son como los humanos cuando adelantan imprudentemente en la carretera —respondió el otro—, creen que todo es una carrera.
Los perros pasaron corriendo, ignorando el comentario. Pero no muy lejos, se encontraron con Sotz, un viejo búho que siempre tenía algo que enseñar. Sotz los miró desde su rama y les dijo:
—La velocidad no siempre gana la carrera. A veces, los pies más lentos llegan más lejos.
Los perros se detuvieron, algo confundidos, y Sotz los dejó con su mensaje antes de volar hacia el huerto.
De vuelta junto al kiwi, un joven se acercaba con una margarita recién abierta en la mano. Había caminado un buen rato buscando algo de claridad. Su corazón estaba revuelto porque alguien a quien quería mucho no aceptaba su ayuda.
—¿Por qué es tan difícil? Solo quiero que esté bien —le dijo al aire, esperando respuestas.
El kiwi lo escuchó y quiso hablarle, pero claro, los kiwis no pueden hablar. Entonces la margarita que llevaba el joven se soltó de su mano y cayó al suelo. La flor giró con la brisa y quedó justo frente a él. Algo en su simplicidad le hizo pensar: Quizás no se trata de empujar a los demás, sino de estar ahí cuando me necesiten.
De pronto, el joven notó el kiwi en la rama. Aunque era pequeño y duro, se mantenía firme y presente, listo para el momento en que alguien estuviera listo para recogerlo.
Esa noche, el huerto estaba en calma. Los burritos habían regresado a su rincón, Sotz dormía en su árbol y el limonero seguía sosteniendo su nido de lana. Todo parecía en paz, hasta que el kiwi, en su sabiduría silenciosa, pensó: No soy un yunque, pero sostengo lo mío. Tal vez eso sea suficiente.
Y desde entonces, cada vez que alguien pasaba por el huerto, se llevaba no solo un kiwi, sino también una lección: a veces, lo más simple tiene las raíces más profundas.