Querida familia Titánica, nos creemos por encima de todo, como si el resto del mundo estuviera ahí para ser observado, utilizado o juzgado. Pero… ¿a ojos de quién somos “superiores”? ¿De nosotros mismos? Qué curioso eso de darnos la corona y aplaudirnos al mismo tiempo.
Toda luz y toda sombra lleva nuestro nombre. Nadie es mejor que nadie, y basta con observarse durante unos segundos para darse cuenta. Un gesto impaciente. Un juicio lanzado sin pensar. Una caricia que no dimos. Un pensamiento que nos incomoda. Pero también: una palabra que cuida. Un silencio que acompaña. Una mirada que escucha.
Somos mezcla. Siempre. Cuanto antes lo aceptemos, más ligero se vuelve el camino.
La naturaleza no nos exige nada. Está ahí, simplemente, mientras nosotros corremos con prisas, tareas, preocupaciones y ruido. Pero cuando paramos… cuando realmente paramos… la naturaleza susurra: “Estoy aquí. Siempre lo he estado.”
La música cura. El movimiento libera. Pero nada se sostiene si no hay raíz. Y las raíces necesitan tiempo. No basta con querer llegar alto ni con abarcarlo todo. Como el bambú, que pasa años creciendo bajo tierra antes de alzarse, también nuestras ideas, nuestros sueños y nuestros proyectos necesitan suelo firme.
Tus fracasos no te condenan. Tus heridas no te definen. Lo importante es qué haces con ellas. Cómo te hablas. Dónde eliges cuidar. Qué ritual inventas para volver a ti cuando todo pesa.
Porque crecer no es brillar todo el rato. Crecer es sostenerse. A veces en silencio. A veces bailando. Siempre sintiendo.
Y en medio de todo, recuerdas que no eres más que nadie. Pero tampoco menos. Eres parte. Y eso, aunque no suene tan glamuroso como unos Prada, vale infinitamente más.